NUESTROS ESCRITORES
Una ciudad, un río, una historia

Por Marta Celina Gaddi
“Con los pies dentro del río
como cuando eras niño”
Teresa Parodi
Nació acunado por los sauces llorones de la orilla justo después de que su madre lavara en el río la ropa tan gastada de juntar fruta. Y respiró barro, agua dulce, ciruelas, naranjas. Así, arropado por sus jóvenes manos ajadas de trenzar mimbre y por el viento que movía las cañas, así, entró a la vida.
Su abuelo había llegado como tantos en un barco desbordado de jornaleros con la piel curtida de los campos de Italia. Y buscó sustento en las islas agrestes y abundantes cultivando manzanas, peras, membrillos, mandarinas, limones. Una vida desmalezando, hachando y abriendo caminos en el monte enmarañado.
La infancia fue una aventura de pies descalzos, de árboles domados, de canoa y pleno sol. Pero la felicidad inundaba fresca como la marea cuando llegaba la hora de pescar. Buscar su cañita de boya roja, su latita oxidada con las lombrices atrapadas y el balde de la ropa que llenaba con agua para guardar el botín. A los seis años ya era pescador, se paraba en el precario muelle bien a la vista para que de la lancha almacenera lo vieran, lo saludaran y supieran quién era. Las mojarritas y los bagres saltaban en el agua marrón buscando escapar y él los miraba orgulloso sabiendo que volverían al río en unos minutos. Todavía no podía ir por otros peces, esos que mamá cocinaba y se atrapaban con las cañas que usaban los grandes. Ya tendría algún día la cajita de pescar con muchos anzuelos, plomaditas y tanzas para preparar las líneas, una caña con reel y hasta un bichero para la pesca mayor.
Las siestas eran la zona del tiempo liberada para escalar higueras generosas o durazneros abarrotados de fruta dulce, carnosa. O para perseguir cuises en el monte que exploraba sólo unos metros por miedo a los bichos grandes. O para subirse a la pila más alta de madera cortada para clavar la vista lejos para ver pasar las chatas atiborradas de palotes enfilados. Fue el tiempo de ser amigo de los pájaros, zorzales y cardenales que sobrevolaban su pelo enrulado, despeinado, libre. Infancia de perfumes isleños, de pies húmedos de barro, de presente infinito.
No hubo adolescencia, un día mamá murió. Demasiado pronto. Unos cuantos empujones de realidad y tuvo que abandonar al niño, saltar a la tierra firme a una nueva vida sin espineles, sin remos, sin soles destellando en el agua. Cambió el polvo apisonado por el cemento urbano.
Bajó de la lanchita islera que lo llevó hasta la terminal. Subió al primer tren que vio intentando comprender el nuevo mundo que caminaba. Atardecía. Llegó a San Fernando donde lo esperaban para un trabajo en uno de los aserraderos del lugar. Frente a las escaleras de la estación, bajó la cabeza, cerró los ojos, respiró todo el aire que pudo y levantó la vista como si estuviera naciendo otra vez. Entonces, la vio. Vio su cuerpo joven y su cabello suelto, vio el rostro que sonreía porque sí, vio una pollera que se mecía como sus sauces. Siguió su paso con la mirada hasta que ella ya no estuvo a su alcance. Sintió que esa ciudad ajena se había vuelto bella de golpe. Estuvo inmóvil unos segundos, parado en el último escalón, con su bolsito lleno de temores y penas al hombro.
Sus diecisiete años comenzaron a caminar las calles sin brújula, cruzó la plaza principal, se detuvo frente a la Iglesia que era más alta que sus álamos y llegó a una pensión. No era su lugar, todo era distinto, sin embargo, sentía en el aire aromas cercanos, alguna ráfaga le traía el olor de los azares o un zorzal despertaba el día con su canto, a veces creía percibir el olor espeso del barro.
La primera tarde que tuvo libre su caminata lo llevó otra vez hasta el río. Descendió por Del Arca unas cuadras con paso agitado por la emoción de lo que vendría. El río otra vez, su río, igual pero distinto, con los camalotes en flor atracados en la costa y los pescadores alineados con sus aparejos. Pensó que se compraría una caña de esas grandes cuando cobrara su primer sueldo.
Cortando y apilando maderas, yendo a pescar cada día a la salida del aserradero, vivió los siguientes años en esa ciudad que ya había dejado de ser extraña.
Un sábado de verano por la mañana la volvió a ver cuándo vagaba por la calle Constitución mirando sin atención las vidrieras. Era ella. La mitad de su cuerpo se destacaba detrás del mostrador de una mercería. No supo explicarse qué lo empujó a entrar y preguntarle su nombre. Ella le respondió…
Levantaron un hogar modesto, tuvieron tres hijos que ella llevaba todos los días a la hora de la siesta a la plaza de los juegos, la de la calesita, y que los domingos tenían listas sus cañitas con boyas redondas que papá encarnaba para pasar la tarde en algún arroyito. Los veía divertirse, competir por quién pescaba más, hundir los pies en el arenal, en esos momentos sentía que su niño de ayer le guiñaba un ojo. Era algo que llamaban felicidad: trabajar mucho poniendo el cuerpo largas horas, llegar tarde a casa donde estaba ella esperando para recalentar la comida, ver crecer a sus niños sanos, ir a pescar de vez en cuando.
Disfrutaba de la vista desde la costanera, él allí, en la ciudad que lo adoptó, mirando la isla que lo engendró. Y entre ellas, el río Luján como frontera, como bálsamo, como confesor de esas tristezas que no decía en voz alta.
No pudo hacer nada, un día ella también murió. Lo dejó huérfano otra vez, ya hombre, pero hombre joven, lleno de vida, lleno de amor. Pronto se fue. Volvió a recorrer su ciudad y su barrio, pero ya sin mirar, sin levantar la vista casi.
Inexorablemente los años hicieron su trabajo. Él, una sombra taciturna que respiraba. Sin embargo, siempre estaba el agua marrón, el olor a barro, los anzuelos, las plomadas y los peces. Hizo de la orilla agreste en esas épocas, su refugio.
Y un día de tantos sintió que la tanza tiraba con fuerza intermitente, alzó la cabeza y comenzó a enrollar. Alcanzó a ver un pequeño dorado que saltaba y se desenganchaba del aparejo, alcanzó a ver el río, los sauces, el juncal. Nada más.
El pescador regresó a descansar al río, sus hijos lo llevaron una mañana del sol y frío. Duerme eterno entre su isla y su ciudad.
Sobre la autora
Marta Celina Gaddi, tiene 57 años, es profesora de Literatura, le apasiona escribir. Vivió en San Fernando, ahora reside en Victoria.
“Me gusta mucho leer y escribir”, dice.
“Me inspiró la idea (el concurso Te cuento San Fernando) y contar un poco la historia de que tiene que ver con nuestra familia, con nuestros orígenes. Básicamente es la historia de mi papá”, afirma.
La obra según su autora
La historia tiene mucho que ver con San Fernando y los orígenes en la isla, los inmigrantes que llegaron, como tuvieron que sobrevivir en ese ámbito inhóspito, en ese momento y cómo fue viendo también el personaje, cómo fue cambiando la ciudad junto con él (su padre).
El relato lo pensé como un homenaje a mi papá.
Yo diría que mi papá fue un hombre anónimo, como la mayoría de nosotros, que nos hizo, a sus tres hijos, querer este lugar tanto el río como la ciudad. Lugar de donde nunca se fue y de la que nunca nos fuimos sus hijos. No fue nadie especialmente conocido, simplemente un laburante y un tipo que amaba su terruño, su lugar.
Son esas personas las que han hecho este lugar: los anónimos.
*El presente cuento fue preseleccionado en el certamen ‘Te cuento San Fernando’ que organizó San Fernando Nuestro al cumplir el décimo aniversario del medio. La obra forma parte del libro digital que recopila las obras preseleccionadas en los concursos de fotografía y relatos breves. El trabajo se puede descargar en forma gratuita desde el siguiente link
Foto: Pablo Bethular