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Por Patricia Arata
El temporal estaba anunciado para las primeras horas de la madrugada del día siguiente.
En el pequeño hospital isleño ya habían asegurado las persianas y cargado las linternas. El grupo electrógeno ya estaba controlado por si la tormenta arrasaba con el sistema eléctrico. Los pocos pacientes estaban preocupados y angustiados.
Rosa, la enfermera, nativa de las islas, tenía mucha experiencia en fuertes temporales y sus consecuencias, por suerte ese día estaba cumpliendo tareas en el hospital. En cambio, yo, Ramón Vera, médico y director del hospital, no tenía ninguna relación ni con el río ni con las islas.
Nacido y criado en La Rioja, estudié medicina en Córdoba, hice mi residencia en el hospital de su Capital y después de unos cuantos años de trabajar en el ámbito privado en la ciudad de Buenos Aires decidí aventurarme y aceptar la dirección del hospital en una isla del delta de San Fernando.
En La Rioja me ofrecieron ser parte del staff de la clínica privada más importante de la ciudad capital. Mis motivos para rechazarlo fueron varios pero lo que más me había pesado en mi decisión fue la falta de vínculo con mis pacientes. Desfilaban uno tras otro y aunque yo quisiera darle más dedicación, sabía que el otro médico cuya consulta venía detrás de la mía, estaba esperando impaciente que yo finalizara.
Estaba tranquilo con mi decisión. Tal vez económicamente podría resultar complicado, pero era algo que a esta altura de mi vida y sin responsabilidades familiares aún, podía asumir. Durante estos 10 meses en el hospital isleño, crecí como persona y profesionalmente.
Antes de los ‘80 el médico de familia, abarcaba y asistía en todo y a todos los de la familia. Poco a poco las especializaciones avanzaron tanto que los pacientes peregrinan de especialista en especialista en búsqueda de diagnóstico y salud.
En las islas eso era un lujo poco posible de concretar, soy cardiólogo, obstetra, pediatra…en fin desarrollo mi profesión y sobre todo mi vocación.
Rosa era sin duda una gran ayuda, aunque al principio fue reticente en brindarme información y a veces me hizo sentir incómodo. Pasado los meses logré ganarme su amistad. Con años de experiencia y de conocimiento de las familias, ella dominaba el lugar. Cansada también de ver pasar a través de los años diferentes médicos quienes no resistían ni dos meses en su puesto, al principio no quiso involucrarse demasiado para no sufrir una decepción conmigo. Pero poco a poco me creyó capaz de permanecer en mi puesto y vio cómo me ganaba la confianza de los isleños. En la actualidad, sin duda, es mi mayor aliada para atender a los pacientes.
La procedencia de quienes llegaban al hospital era una miscelánea sorprendente y debí adaptarme a esa realidad rápidamente. Turistas, propietarios de lanchas con la música estruendosa, pescadores, peones, jóvenes que optaban por una vida menos urbana, productores y los isleños nativos de siempre.
Me he encariñado con varias de las familias, ancianos, niños, mujeres. Con los hombres del lugar me es más difícil entablar el vínculo ya que reacios a acudir al médico, los veo en pocas ocasiones.
Ensimismado en sus pensamientos, repasando su vida durante los últimos tiempos, se había olvidado de la tormenta. Un fuerte ruido lo sacó de sus pensamientos. Pareció ser la caída de un árbol o de una gran rama muy cerca del hospital.
Se dirigió a la salita donde estaban los internados para ver cómo estaban y también tranquilizarlos. Antes de llegar se abrió la puerta de par en par, e inmediatamente ve caer al suelo un hombre robusto bañado en sangre. Atrás de él y llorando apareció una mujer con un bebé en brazos.
Rápidamente Rosa y él asistieron al herido. Entre los dos lo subieron a la camilla. Tenía una herida profunda en la pierna que sangraba mucho.
No había necesidad de muchas palabras. Con Rosa se entendían a la perfección frente a estas urgencias. La situación era muy complicada, el hombre se desangraba y no se podía perder ni un minuto.
Actuaron con rapidez, llevando la camilla hasta la sala que se destinaba a quirófano, pequeña, impecable, con lo indispensable para situaciones de crisis. Allí estuvieron, haciendo caso omiso al viento que parecía iba a arrancar una a una las chapas del techo.
La aplicación de la anestesia, les había permitido suturar y acomodar los tejidos sin dificultad. Dedicados a salvarle la vida, no sabían cuantos minutos u horas habían estado junto al hombre.
Una vez estable y dejándolo bien acomodado y sedado se dirigieron ambos a la sala de espera para comunicarle a la mujer el estado del paciente y conocer los datos del mismo. No la encontraron. Comenzó a llover sin tregua. Se asomaron queriendo localizarla, pero, nada.
Ambos estaban cansados por la tensión sufrida y el estar de pie por tanto tiempo los había agotado. Decidieron ir al escritorio a tomarse un café y relajarse un poco. Con la tormenta asomándose, el cuidado de los internados y del recién llegado, la noche iba a ser larga.
Mientras Ramón preparaba café Rosa fue a buscar un poco del budín, que les había regalado el día anterior una de las pacientes.
Se merecían ese rato de paz. Vilma quien se encargaba de la limpieza y de la alimentación de los internados, había faltado, por lo que pronto tendría que ocuparse de calentar las viandas y llevárselas a los enfermos.
Sentados uno frente al otro, se preguntaron qué sería de la mujer que trajo al paciente. En ese preciso instante escucharon el llanto breve de un bebe.
Ambos se miraron sorprendidos. Salieron en su búsqueda. Revisaron el lavadero y la cocina y no encontraron nada. Ramón se dirigió al baño. Rosa escuchó su voz, más bien, su grito pidiéndole ayuda.
El espectáculo fue conmovedor. Acostada en el suelo y con el bebe al lado de ella se encontraba la mujer que hacía unas horas trajo al hombre herido.
¿Qué sucedía? La mujer los miró con desesperación. Rosa se agachó y retirándole la campera comprobó lo que temía. Embarazada y con trabajo de parto.
Ramón la revisó. No había tiempo que perder. La acomodaron en una de las camas y sin casi tiempo para prepararse recibieron sin ninguna dificultad una niña bellísima. Yasí, fue el nombre elegido por su mamá.
Cansancio, emoción, alegría, satisfacción y también orgullo por ser parte, Rosa y él, en ayudar a dar vida y a mantener la vida.
-¿Cómo estás Rosa?, le pregunté.
Con los ojos llenos de lágrimas, me contestó con una sonrisa: “Bien, por esto es que llevo tantos años en este lugar”. La abracé, yo sentía lo mismo que ella.
Con el paso del tiempo y según los desafíos que me presente la vida iré evaluando cómo seguir.
En este momento estoy más convencido que nunca de que el camino que hoy recorro es el que quiero.
Sobre la autora
Patricia Arata vive en Victoria hace más de 40 años. “Aunque no viví siempre en San Fernando desde muy joven tuve lazos muy fuertes con esta ciudad”, dice.
Fue catequista en la parroquia de Nuestra Señora de la Guardia. Sus primeros trabajos fueron en el Jardín Nº 1 y en los colegios San Luis y Copello. “Mucho recorrido por la zona”, agrega.
Su pasión fue la educación acompañada siempre por la lectura. “A través de los años mi intención fue escribir y lo fui postergando. Cuando tuve la oportunidad de participar en el taller de escritura de la Biblioteca Rómulo Naón pude dar rienda suelta y concretar mi deseo de la escritura”, menciona quien forma parte de los talleres que allí se dictan.
Y agrega que fue a partir de su vínculo con la Biblioteca Popular Rómulo Naón es como se enteró del concurso de San Fernando Nuestro y decidió participar.
La obra según su autora
Elegí como lugar las islas porque en general no son muy conocidas y creo que en ellas hay una inmensa riqueza que se debe dar a conocer.
*El presente cuento fue preseleccionado en el certamen ‘Te cuento San Fernando’ que organizó San Fernando Nuestro al cumplir el décimo aniversario del medio. La obra forma parte del libro digital que recopila las obras preseleccionadas en los concursos de fotografía y relatos breves. El trabajo se puede descargar en forma gratuita desde el siguiente link