OPINIÓN

San Roque: La identidad entre los escombros

Sabrina García

Por Sabrina García*

“La verdad es que no creíamos que fueran a mudarnos. Cada semana se llevaban a seis familias y pasaba la topadora arrasando con todo. Mirabas los escombros y se te estrujaba el corazón”, dice Coli. A ella le costó la mudanza como a tantos vecinos de su comunidad. Hoy, ocho años más tarde, esconde tras sus lentes las lágrimas y reconoce que todavía no se adaptó al cambio. Tiene 64 años, es cocinera, robusta, de pelo corto y rojo, la voz grave. Tuvo dos hijos: uno varón que le dio una nieta y un bisnieto, y una beba que murió por muerte súbita a los tres meses de nacer. Su ranchito de San Roque se quedó con parte esa historia. Otra se fue con ella. Señala los ladrillos de la medianera, están cubiertos con un revoque color azul que luce descascarado: son de la casa donde vivía antes.

El barrio San Roque está en San Fernando, a media hora de distancia en auto desde el Obelisco, al norte del conurbano bonaerense. Se levantó de a poco hace unos 50 años, al costado de la Autopista del Sol, en el Acceso a Tigre, pero a seis cuadras de donde está ahora. Eran ranchos de madera con una calle de tierra y cuatro pasillos, sin gas, luz, agua ni cloacas. El Estado no llegaba.

Entre 2009 y 2010 mudaron el barrio a dos cuadras de la Ruta 202, donde funciona el Aeropuerto Internacional de San Fernando. Las 288 viviendas de San Roque ya no son casillas. Ahora tienen dos pisos, techos a dos aguas, una puerta y dos ventanas en el frente. Los tanques de agua sobresalen de las casas pintadas de color amarillo, verde y azul. Cada manzana tiene su color y nadie rompe esa regla. Las calles están asfaltadas, el pasto está cortado en forma pareja, los árboles dan sombra en las entradas.

Algunos dicen que el barrio se llama San Roque por el santo que está colgado en la pared de la parroquia. Otros se lo atribuyen a la plegaria: “San Roque, San Roque, que este perro no me mire ni me toque”, por la cantidad de perros dueños de la calle.

Los vecinos cuentan historias de resistencia. Como cuando la juventud peronista primero, y los montoneros después, se instalaron en el barrio y prohibían el ingreso de cualquiera que no viviera allí. Era una suerte de “protección”. Montoneros no pudo con los militares, que terminaron infiltrándose en el barrio: se llevaban personas para que limpiaran comisarías. A algunos los desaparecían.

Bajo los escombros quedaron esas historias de la vida cotidiana, las relaciones sociales, la organización barrial y el concepto de gran familia. Esa identidad que destacó a San Roque por sobre cualquier otro barrio.

Un poco de historia

En la villa vivían 325 familias. Fue construida en una zona baja que al comienzo no se inundaba, pero la instalación de una fábrica en los fondos hizo como un tapón. Antes el agua escurría para atrás. Después, y con cada lluvia, el barrio se volvía una pileta. Los pasillos de tierra eran pantanos y para salir a trabajar o estudiar los vecinos debían embolsarse los pies para que el barro no quedara pegado al zapato el resto del día.

Coli recuerda las tres bombas de agua que tenían en la villa y que estaban en los patios de las casas de los vecinos. Todos entraban, bombeaban, sacaban el agua que alcanzara para ese día. Como eran viejas, entre los vecinos juntaban plata para repararla si se rompía.

-¿Y cómo hacían para entrar a buscar agua?

– Todos teníamos nuestro cerco de alambrado y portón, así que abríamos el portoncito, agarrábamos el agua y nos íbamos -recuerda Coli.

El municipio de San Fernando reemplazó las bombas por canillas comunitarias y los pasillos de tierra por cemento. Pero no fue una solución: cada vez que llovía las casas se inundaban porque los pasillos fueron construidos más altos que las casas.

Coli detalla situaciones con la precisión de una foto pero al momento de ponerle fechas parece imposible que pueda ordenar los tiempos. Le gusta hablar del barrio que conoció antes de la mudanza. Lo hace con cierta nostalgia. Describe a sus vecinos, los ranchitos, las costumbres, los olores. Se refiere a “mi casa”, como llama al lugar donde vivía.

-Si aquella era tu casa, ¿cómo llamás al lugar donde vivís ahora?

-Vivienda- suelta Coli sin dudas.

Las anécdotas aparecen sin que las llame. Recuerda, por ejemplo, cuando tuvo luz por primera vez:

-Se casaba la hija de mi vecino, lo festejaban en la casa porque tenía un terreno grande. No teníamos luz entonces él se engancha. ¡Imaginate!, todos chochos en el casamiento.

-¿Estaban invitados?

-Síííííí, casi todos -afirma-. Re lindo fue. Y de ahí cable, cable, cable… Nos colgamos todos. Venía la cana, cortaba y se llevaba los cables y de vuelta a comprar. Le pagamos a uno que suba allá arriba y nos cuelgue. A veces nos venían y sacaban hasta los cables de adentro para que no nos colguemos más. Pensarían ‘bueh, con esto no joden más’ y nosotros insistíamos- dice Coli.

Habla y la voz se endulza, la mezcla con una sonrisa cómplice. En su memoria está su familia, el barrio entero y ningún organismo: nadie logró organizarlos como lo han hecho ellos solos. Fiestas, cables que se compartían, canillas comunitarias, bombas. La organización se impone y quizás eso es lo que volvió a San Roque uno de los barrios más difíciles para reordenar.

-Eran excelentes negociadores -así los definió el ex subsecretario de Tierras, Viviendas y Ordenamiento Territorial del municipio, Gustavo Aguilera.

Aguilera es un peronista del conurbano bonaerense. Junto a su equipo fueron quienes censaron y relocalizaron a esas familias. Construye un relato pormenorizado como si fuera una partida de ajedrez en la que se cuida de no brindar ni una palabra de más. Se muestra como el padre de la criatura, siente orgullo en contar esa experiencia. Le pregunto si fue un barrio difícil de relocalizar. Él lo niega pero al enumerar cada situación frunce el ceño y deja en evidencia el desgaste.

Aguilera y Coli coinciden en algo: hablan de inundaciones, de falta de servicios, de barro, de pobreza, de ingenio y desconfianza. Y entienden que la mudanza les cambió la vida a esos vecinos.

La mudanza

Para el 2007, San Roque estaba entre el barrio cerrado La Damasia y el hipermercado Carrefour. El country contaba con veinte hectáreas que poseían una red subterránea de infraestructura para electricidad, telefonía, televisión por cable, gas natural, agua potable, cloacas. Todo aquello que San Roque, medianera de por medio, no tenía.

Algunos cuestionaron la mudanza porque creían que San Roque les molestaba a ambos emprendimientos. Aguilera lo niega rotundamente, se pone serio. “Fue una decisión política que tomé junto con Amieiro (el ex intendente de San Fernando). San Roque era una villa con todo lo que eso significa: no tenía servicios, se inundaba. Vimos la posibilidad de mudarlo a partir del Plan Federal de Viviendas y avanzamos”, responde el ex funcionario.

El Plan Federal de Viviendas fue un programa del gobierno nacional que destinó $ 9.195.759 pesos del presupuesto para el financiamiento de las obras en San Roque. A partir del 2019, al cumplirse diez años de la mudanza, los vecinos deberán comenzar a pagar las cuotas aunque la nueva gestión municipal todavía no ha definido los montos.

-Me senté con los representantes de Carrefour y les dije que los iba a beneficiar el traslado y si podían pagar parte de las cuotas de las nuevas viviendas para que no tengan que pagarlo los vecinos. Con La Damasia hicimos lo mismo. El hipermercado no nos dio bola, el barrio cerrado pagó- dice Aguilera.

Carrefour tenía relación con San Roque. Todos los años colaboraba para organizar el Día del Niño entregando juguetes, alfajores, galletitas, leche. Podría decirse que el traslado del barrio no era prioridad para el hipermercado pero sí para La Damasia.

El Plan Federal de Vivienda contempló la construcción de 288 viviendas pero en San Roque vivían 325 familias. Según Aguilera, algunos pedían dinero para volver a su país o provincia; otros negociaron materiales para construir en terrenos de familiares, y están los que fueron mudados a otros barrios.

Entre las instituciones que tenía el barrio se encontraba El Apoyo que funcionaba desde 1992. Allí un grupo de jóvenes de la Iglesia del Carmen visitaban el barrio para merendar, jugar con los chicos y darles apoyo escolar. Entre 2009 y 2010 se desvincularon de la Iglesia, modificaron su nombre a Escuela Popular San Roque y pasaron a pertenecer a un programa del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires.

Entre las viviendas sociales no había lugar para la Escuela Popular y ellos exigían mudarse junto a sus vecinos. Organizaron marchas, cortaron la Ruta 202 y se movilizaron hasta la puerta de la municipalidad. Lograron que el barrio cerrado les otorgara el dinero para adquirir una casa cercana al nuevo barrio.

Como el resto, la Escuela Popular también cambió. No sólo brindan apoyo escolar. Más de 120 niños y jóvenes desayunan, almuerzan, meriendan y cenan; juegan, hacen talleres y producen sus propios programas radiales que emiten en la única radio comunitaria que tiene San Fernando, FM Pocas Pulgas.

Pablo es músico y docente de la Escuela Popular. Comenzó a trabajar en esos años de revolución. Habla pausado, lleva el pelo largo y con una trenza que le llega casi a la cintura. Recuerda que antes bastaba aplaudir en los frentes de las casas para hablar con los vecinos y que, en las tardes de verano, se encontraban todos tomando mate bajo las sombras de los árboles en la “olla”, predio verde y circular ubicado a los costados de la autopista.

La Escuela Popular funciona en lo que fue una casa: las habitaciones son aulas a las cuales se ingresa por un garage. Le sigue la cocina, los baños y al final está la radio con dos aulas más en la planta superior. Los chicos corren y se esconden, juegan a la mancha escondida.

Relatos en primera persona

Se llama Felipa pero todos la conocen por Ali. Se encarga de la limpieza de la Escuela Popular. Ella tiene su vivienda en el nuevo barrio pero vive en la Escuela desde antes de la mudanza. De sonrisa generosa y mirada complaciente, tiene 66 años aunque parece muchos más: su cuerpo está encorvado. Tiene diez hijos y un ex marido alcohólico que le pegaba, por eso se fue de su casa. “Ahora está viejo pero cuando toma me dice que yo abandoné la casa y que no tengo derecho a nada”, dice con los ojos entrecerrados, como restando importancia. Y sigue: “Son lindas las casas, tienen agua caliente, luz, gas, cloacas, el baño. Está muy bien. Ahora es mejor. Antes con el barro no se podía vivir, se llovía todo, se inundaba. Estoy contenta con la nueva casa”, resume Ali.

Su nueva casa la habitan su ex marido y el hijo de ambos de 25 años. Es el más chico y cumplió una condena de seis años en un instituto de menores por haber asesinado a otro cuando tenía 14.

-Mi pibe se fue a juntar con éste que era más grande que él. Dice que estaban tomando una gaseosa… Bueno, le dieron una pistola y bueno, le pegó un tiro y lo mató.

Ali lo cuenta en el mismo tono en el que describió la casa: con la voz delicada y calma, con la sonrisa suave, los ojos apenas abiertos y sin sobresaltos.

-A mi pibe de 31 le agarró la esquizofrenia. Ese está en Open Door hace siete años. Acá hay muchas cosas como droga y esas cosas. El médico le dijo a mi hija que todas esas cosas le quemaron la cabeza- dice y se toca la frente, como si pudiera ilustrar con ese gesto la parte del cerebro que se le deterioró por el consumo de drogas.

Una nueva etapa

Para 2009 ya no quedaban casi registros de la villa San Roque al costado de la Autopista. El barrio nuevo ubicado en el predio que en otros tiempos albergó a Radio El Mundo recibía a ese puñado de historias, vecinos que lucharon por vivir un poco mejor.

Pablo, el profesor de la Escuela Popular, recuerda que al principio seguían golpeando las palmas para llamar a las casas hasta que un alumno le dijo: “Profe, acá tenemos timbre. Esto no es una villa”.

Afuera algunos chicos juegan al ring raje. Comienza el calor y el barrio se enciende. Las puertas están cerradas pero la música sale por las ventanas y recorre las calles. Atrás quedaron las cortinas de PVC en tiras, similares a las que usan en las carnicerías para espantar a las moscas. En las tardes los mates se comparten en los jardines de las casas, ya no son comunitarios ni se toman bajo los árboles de la autopista.

Coli, la cocinera, perdió las interminables charlas que mantenía con su vecina Pelu, la mudanza las dejó a más de una cuadra y media de distancia, lo suficiente para alejarlas. Dice que se asoma, ve las puertas cerradas y no le dan ganas de salir. Ella celebra poder dejarle una casa “digna” a su nieta pero si le dieran a elegir se instalaría nuevamente allá, en aquella esquina que ahora está tapado por basura y yuyos. Le queda como consuelo el aroma que trae la lluvia, esa tierra mojada y lejos, la que le recuerda su casa. Quizás el destierro se vuelva lejano y hostil.

Pero Ali está contenta. Tiene una casa esperándola para cuando no pueda seguir trabajando. Los dolores y problemas se mudaron con ella. Dedica sus días a limpiar mientras observa jugar a los pequeños que asisten a la Escuela Popular. Es un poco su familia, es un pedazo del viejo barrio, es un punto de encuentro.

En un extremo de San Roque el municipio comenzó a construir una plaza. El cartel de obra anuncia “Aquí se construye la plaza del barrio San Ginés”. Un nuevo mensaje se impone, otro es el dueño de esas tierras. Enfrente, en el Aeropuerto Internacional de San Fernando, un avión despega. Entre La Damasia y el hipermercado ya no hay una villa. En su lugar se inauguró este año el mayor destacamento de bomberos voluntarios que posee la ciudad.

El barrio perdió esos lazos sociales en el que compartían las fiestas, los mates y el fútbol bajo los árboles de la “olla”, la organización para colgarse de la luz o para negociar mejores condiciones al municipio. Ya no hay puntos de encuentro. Las puertas están cerradas y no queda tiempo para las charlas. Algunos casi no se saludan: “Venimos del mismo barrio, te ven y miran para otro lado. No sé, es como que se les subió la vivienda a la cabeza”, se lamenta Coli.

(*) Sabrina García. Periodista. Directora de www.sanfernandonuestro.com.ar


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