by Sabrina Garcia | 20 octubre, 2014 12:03 am
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Por Diego Pando *
La vida cotidiana de los ciudadanos en los espacios locales está principalmente condicionada por ciertas modalidades de delitos leves, desórdenes y faltas que alteran significativamente la situación local de la seguridad y que no se inscriben en la alta criminalidad. Así, a las personas les preocupa más ser víctimas de hurtos o robos menores, desórdenes o disturbios provocados durante la madrugada o una riña tras una discusión acalorada y no tanto la eventualidad de sufrir un secuestro extorsivo, ser asaltados por “piratas del asfalto” o por un grupo comando como el que roba camiones blindados de traslado de caudales o ser objeto de un ajuste de cuentas del crimen organizado.
En este contexto, ante los crecientes delitos menores no controlados ni resueltos, o incluso ante las modalidades delictivas a veces protegidas y reguladas por la propia fuerza policial, las crecientes demandas sociales en materia de seguridad se han ido canalizando cada vez más hacia las autoridades políticas más próximas de la población, es decir, frente a los gobiernos municipales. Así, varios municipios bonaerenses han emprendido esfuerzos institucionales por su cuenta o de manera conjunta con las autoridades provinciales y/o nacionales del área, para mejorar el servicio de protección ciudadana a través de la instalación de cámaras de seguridad, pagos adicionales al personal policial, compras de patrulleros y costeo del combustible para los móviles, entre otras formas. No obstante, estos esfuerzos son insuficientes dado que los municipios no cuentan con el manejo institucional del sistema policial ni con los recursos humanos, el soporte financiero o los medios especializados para abordar en forma apropiada los asuntos de la seguridad en el plano local.
Este escenario se completa con una Policía de la Provincia de Buenos Aires al borde del colapso, con una estructura centralizada en La Plata y poco profesionalizada, con importantes nichos de corrupción en su seno producto de la recaudación ilegal proveniente de la regulación (y en algunos casos, participación) de delitos, lo cual impide elaborar estrategias de intervención para resolver problemáticas criminales que muchas veces explotan en la cara de los gobiernos locales y justifican el reclamo de sus comunidades para que las autoridades municipales no miren para otro lado y asuman responsabilidades directas en la gestión de la seguridad.
En este contexto, y después de un intenso proceso de negociación de varios meses entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo de la provincia de Buenos Aires, estuvo muy cerca de sancionarse un proyecto de ley de creación de policías municipales para tareas de seguridad preventiva en aquellos municipios de más de 70.000 habitantes, con el intendente como jefe responsable político y administrativo y abierto a la participación y control directo de los ciudadanos.
La mezquindad política de los senadores del Frente Renovador que veían perder protagonismo en este tema que está entre las principales inquietudes de la opinión pública sumado a las contradicciones al interior del Ejecutivo provincial (el ministro de Seguridad, Alejandro Granados, era el principal opositor al proyecto que motorizaba desde el gobierno el Jefe de Gabinete, Alberto Pérez) hicieron que el proyecto se trabara en el Senado luego de tener media sanción de Diputados con más del 80% de los votos a favor (incluyendo los del Frente Renovador).
El proyecto en cuestión había logrado desafiar tres ideas erróneas muy instaladas que conspiran contra una adecuada policía. En primer lugar, la idea de que el policía debe portar armas fuera del horario de servicio porque es policía las 24 horas. Es difícil tener policías democráticas con miembros que no son portadores de derechos. En el proyecto los policías municipales disponían del arma reglamentaria al comenzar la jornada laboral y la entregarían al terminar la misma. El proyecto convertía al policía en trabajador. Muchos casos acreditan que cuando se utiliza el arma fuera del servicio y hay enfrentamiento armado, el policía muere porque en la mayoría de los casos está en inferioridad de condiciones.
En segundo lugar, el proyecto cuestionaba la idea de que el servicio policial tiene que estar para todo. El proyecto especificaba que las policías municipales no eran polirrubros. No podían realizar tareas administrativas. No podían hacer investigación criminal. No podían ocuparse de diligencias judiciales ni de actividades penitenciarias; tampoco custodiar edificios ni funcionarios. No podían dedicarse a la seguridad vial ni a la gestión del tránsito vehicular. Solo en los casos de emergencia o catástrofe declarada podrían realizar tareas de defensa civil. En ningún caso podían desarrollar operaciones especiales tendientes a controlar situaciones críticas de alto riesgo. Se apuntaba a crear una fuerza policial local especializada en tareas de seguridad preventiva.
Finalmente, en tercer lugar, el proyecto desafiaba el generalizado cuestionamiento acerca de si aquellos intendentes que hoy mantienen relaciones espurias con la Bonaerense, no las tendrían con la policía municipal. El debate fue generando un consenso cada vez más amplio de que cuando el intendente pasara a ser el responsable político y administrativo de todo lo que ocurriría en materia de seguridad preventiva, empezaría también a pagar costos políticos si lo hacía mal. Hoy esos intendentes no pagan ningún costo político de los desmanejos de ese vínculo espurio con la policía. En cambio, si hubieran sido los jefes políticos y administrativos de esas policías hubieran tenido una responsabilidad inmediata frente a su comunidad que sí sabe lo que hace la policía en su territorio.
Por supuesto que no hay soluciones mágicas para resolver la problemática de la inseguridad, así como tampoco la implementación de esta propuesta hubiera estado exenta de desafíos y tensiones. Ahora bien: la no sanción de este proyecto y el posterior decreto del gobernador cambiando el nombre a algunas unidades de la Bonaerense y llamándolas policías municipales, son parte del problema y no de la solución.
* Doctor en Ciencia Política y de la Administración. Profesor e investigador universitario. Editor general de San Fernando Nuestro
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