POLÍTICA

“Los grupos de tareas nunca pudieron entrar a la villa”

“Los grupos de tareas nunca pudieron entrar a la villa”

En el megajuicio de la ESMA declara Alfredo Ayala, que fue dirigente villero de zona norte de Montoneros y cayó prisionero en el campo clandestino de concentración de la ESMA, de donde se fugó dos veces.

“¡¡¿Qué hacés Mantecol?!!” Alfredo Ayala, el hombre que se escapó dos veces de la ESMA, se dio vuelta. Acababa de llegar al predio de la Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde había escapado hacía poco más de veinte años. Néstor Kirchner avanzaba entre una comitiva. Año 2004. Un helicóptero lo había dejado en la plaza de armas. A diez metros de aquel llamado, Ayala tomó coraje y preguntó: “Señor presidente, ¿cómo sabe que yo era Mantecol?” Todo le venía pareciendo bastante raro. La invitación. La ocupación del predio. El micro. Y ahora esto. “¡Y cómo no voy a saberlo, Mantecol! –dijo Kirchner–: ¡Mirá al resto! Se vinieron de traje, se pusieron las mejores pilchas, y el único villero sos vos.”

Alfredo Ayala atraviesa una calle de Retiro camino al Mitre. Lleva puesto lo mismo que en ese momento, jean azul gastado y una camisa. Estuvo detenido-desaparecido en el centro clandestino del 7 de septiembre de 1977 al 23 del diciembre de 1979, se escapó y volvió a ser secuestrado el 15 de enero de 1980 con tres semanas de castigo, engrillado a pan y agua y después volvió a escapar. Integró la perrada, ese nombre maldito con el que el Grupo de Tareas 3.3.2 bautizó al equipo de sobrevivientes y de soldados obligados a trabajar en la reparación y cambios del Casino de Oficiales y en emprendimientos satélites del GT, más tarde, desde las mini pymes hasta la preparación de la isla El Silencio como CCD.

Ayala era responsable del movimiento villero de zona norte y varias veces había eludido por los pasillos de las villas al grupo de tareas que enviaban a capturarlo. Cayó en septiembre de 1977 y, como parte de la perrada, fue usado para trabajo esclavo en diferentes actividades. La última era en el taller de un tío del represor Jorge Radice. Lo dejaban a las seis de la mañana y lo pasaban a buscar a las seis de la tarde para llevarlo de vuelta a la ESMA. Una tarde se fue caminando y regresó a la villa. Lo volvieron a capturar tres semanas después. Fue castigado y encerrado. Después le dijeron que le darían una segunda oportunidad y lo llevaron a la isla El Silencio, en el Delta de San Fernando, donde los marinos tenían un emprendimiento de madera. Lo dejaron en el obraje sin custodia, era a principios de 1980. Los dejaron solos varias semanas. Paró una lancha y le pidió al lanchero que lo llevara y así volvió a escapar.

Su historia previa a la ESMA es menos conocida. Vivió en la villa Uruguay de San Isidro desde los nueve años y fue parte del movimiento villero peronista acoplado más tarde a un sector de Montoneros que respondía al padre Mugica “como factor aglutinador nacional”. Era un tiempo de mucha organización. Las villas proyectaban con lápiz y papel en mano la construcción de viviendas con bañeras como las de los ricos o las de la urbanización. Mantecol Ayala tuvo cada vez más responsabilidades. Llegó a coordinar las 12 villas de San Isidro, y más tarde 38 villas de Capital y provincia de Buenos Aires. Los pasillos de la Uruguay y el Sauce lo escondieron cuando corrió dos veces antes de ser secuestrado y las dos veces que escapó de la ESMA. Un espacio de pasadizos solidarios al que el Grupo de Tareas no se le animó a entrar nunca sin una avanzada previa del Ejército o las fuerzas de seguridad.

La historia de Mantecol es parte de la historia del movimiento villero, uno de los sectores sobre los que echa luz este tercer juicio oral por los crímenes de la ESMA. Mercedes Soiza Reilly es la fiscal del juicio. “Lo que ha permitido este megajuicio es visibilizar los colectivos políticos más humildes, que realizaron el verdadero trabajo territorial en los barrios carenciados. Ellos no sólo fueron silenciados por la cruda represión que fue dirigida desde las Fuerzas Armadas contra ellos, sino además porque a muchas familias no les fue posible acceder a la Justicia para denunciar los crímenes. Muchos de ellos están declarando por primera vez en este juicio, y esto es muy importante, porque el acceso a la Justicia sólo es posible debido a las políticas estatales que garantizan el acompañamiento, facilitando que esta vez también sean escuchadas las personas más vulnerables”.

“En 1976 estábamos hablando de urbanizarlas –dice Mantecol–. Teníamos planes grosos. Mugica decía que los pobres no querían ser pobres, por lo tanto había que devolverles la dignidad. Y otra cosa es que no se quería mejorar las villas. El decía: quiero que dejen de ser Villeros. Me acuerdo de que en un momento de la reunión con él en la villa 31 se desplegó un plano. ‘¿Me entendés?’, dijo: ‘Yo quiero estas casas para los compañeros’. Otro compañero mostró el plano. Y él dijo: ‘Si los ricos tienen un baño con bañadera, por qué no van a tener un baño con bañera los compañeros’. Entonces, en las villas ya no se discutía más sobre el pasillo que había que limpiar o a quién votar. Se discutían cosas grosas”.

La historia

“Mi viejo era comisario en Corrientes, muy fanático de Evita –arranca–. En 1956, adhirió al levantamiento del general Valle y a partir de eso lo degradaron y lo echaron. Como todo comisario, tenía montada otra empresita. Todo legal. Una empresita de transporte con dos camioncitos para transportar naranjas a la provincia, también traía y llevaba muebles y los vendía. De eso hizo un medio de vida. Tenía siete hijos. Yo era el menor. Mi mamá murió cuando apenas nací. Así que en medio de todo ese despiole, mi viejo solo, con una mano atrás y otra adelante, cuando las autoridades le sacaron el grado también persiguieron a la empresa, hasta que la perdió. Quedó en la nada. Pobre”.

En 1959, Alfredo tenía siete años. Se mudaron a Buenos Aires. “Durante un tiempito mi viejo anduvo de acá para allá, dándose la cabeza contra la pared, diciendo que iba a estar mal durante un tiempo, pero se iba a rehacer. Empezó en Claypole, después lo ayudó una amiga que vivía en San Fernando y le dio una piecita en la villa Uruguay. En esa villa empezó a trabajar. Ahí estuvo hasta que se compró su propia casa, también en la villa”.

Mantecol tenía nueve años cuando llegaron a la villa Uruguay. Ahora vive a tres cuadras. “Toda mi juventud la pasé ahí y era totalmente diferente, con otros tipos. Los jóvenes eran más solidarios. No existía la droga. Nosotros queremos recuperar la mística villera. Los chorros eran muy emblemáticos. Eran chorros de verdad porque iban a robar bancos. No tocaban a nadie. Había mucho respeto por los chicos. A los catorce años se me ocurrió hacer una travesía por la estación Victoria, que estaba a ocho cuadras. Un día, a las 10 de la noche, me vio un vecino y me llevó de la oreja. Mi viejo me levantó en peso en ese mismo momento, ¡imaginate! En las esquinas se juntaban los pibes, pero el más grande de la banda te mandaba a tu casa cuando llegaba la noche. Ahí armamos los primeros grupos solidarios porque había mucha pobreza”.

Los más jóvenes juntaban la basura y la llevaban a tres cuadras. Pero uno de los primeros datos de organización sucedió después del primer gran incendio en la villa, en el año 1964 o 1965. Los vecinos se juntaron. Fueron a ver al intendente. La villa estaba en el límite entre San Fernando y San Isidro, pero pertenecía a San Isidro. Había un intendente radical. Les dijo que se organizaran con delegados por pasillo porque “no iba a hablar con todo el mundo”. Entonces, dice Mantecol, “los vecinos se juntaron por pasillos. Había cuatro pasillos por manzana, eran siete manzanas así que había 28 pasillos. Nombraron delegados. Mi viejo que era muy peronista, y me quería mucho, fue a la reunión del pasillo. Yo ya tenía 18 años y me propuso como delegado. Yo trabajaba desde los doce años en un puesto de diarios. Inmediatamente los vecinos me aceptaron, habíamos dado muestras de ser solidarios. Nos juntamos con la comisión de delegados e hicimos una marcha al municipio”.

Años después en la ESMA se acordó de ese momento. Estaba en la huevera, una de los cuartos montados en el sótano con distintas funciones. Recibió una cantidad enorme de fotos. Fotos que los marinos se llevaban de la casas durante los operativos. Fotos de familia.

–¿Para qué se llevaban esas fotos?

–Robaban todo y con eso armaban las historias del secuestrado y, de paso –dice–, si veían un sospechoso de barba candado y pelo largo, preguntaban en el interrogatorio. El tema es que en la reunión que hicimos con el intendente estaban el intendente, un secretario y tres vecinos. Nadie más. Yo nunca vi un fotógrafo ahí, nada. Pero tres fotos de esa reunión estaban en la ESMA.

Pasillo 28

Para entonces eran unos 30 delegados con una reunión por semana. Una noche, el 26 de julio de 1972, se apagaron todas las luces del barrio. “Nos asustamos, y de golpe, veo un incendio como a tres cuadras:

–¡Se está quemando la villa otra vez! dijimos, y en eso escuchamos bombos. Era un homenaje a Eva Perón. Nos acercamos. En la oscuridad los tipos repartían volantes. Firmaban como de la Juventud Peronista de las FAP. Uno era el Flaco Alberto. Estaba su esposa, Cristina. El Flaco vino y me dio unos volantes.

–¿Para qué son? –le dije.

–¡Repartí! –me dijo–. Son de la JP.

–¿Y nosotros por qué no tenemos la Juventud Peronista en el barrio? –dije.

–Ustedes tienen que tener un lugar donde juntarse –aclaró–, donde los jóvenes se junten. No se pueden juntar así porque sí. Hay que organizarse, si no no van a salir más de la pobreza.

Me acuerdo de esa palabra, clarita.

–¿Y cómo hacemos?

–Y… –dijo el Flaco–. No sé, vos fijate.

Me quedé con eso. ¡Cómo se les ocurre a ellos hacer cosas en nuestro barrio, y a nosotros no se nos ocurre! Al otro día, a las 12 del mediodía, me avisan que anda un compañero preguntando por mí. Era el Flaco. Nos encontramos en el pasillo.

–Anoche me preguntaste por qué acá no está la Juventud Peronista. Yo vengo a ver si te puedo dar una mano –dijo–. Podemos ver si hay algún espacio.

–¡Bueno, dale! ¿Qué hacemos?

–Primero, nos tenemos que juntar.

Juntamos quince o veinte compañeros. Todos de la Uruguay. Intentamos que estuvieran representados de todos los pasillos. Estaba Chachito, Elio García, mi amigo del alma, hasta ahora, y medio que se convirtió en mi mano derecha. Nos criamos juntos y mientras eso avanzaba él se fue volcando a la religión evangelista. Chachito todavía está en el barrio. Estaba Selva, Selva Reinoso. Un hermano de Selva. También Nely Figueroa. Los chilenos que hasta ahora están conmigo. Son como mis hermanos: Mario Olivares, Rafael Ferrer y Ayunta Fidelia, la esposa de Mario. Ayunta es el apellido”.

El caño maestro

Con los delegados ya organizados hicieron tendidos de cables. Montaron una guardería para los hijos de las mujeres que salían a trabajar. Organizaron bailes en la única calle abierta de la villa para juntar dinero cuando decidieron comprar una de las casas en venta para poner la unidad básica. Necesitaban bastante plata, así que un grupo que andaba en la zona residencial repartió una nota: “Todo lo que a ustedes les sobra, a nosotros nos sirve”. Con lo que recibieron, hicieron ferias de tres cuadras de largo. “Con toda esa guita compramos la casa para la unidad básica”, dice Mantecol. Cristina, la esposa del Flaco Alberto, era secretaria general de Sanidad, los puso en contacto con los laboratorios como para conseguir algunos remedios. De la JUP, llegaban estudiantes de medicina, de odontología. En el barrio, controlaban los remedios y hacían el control médico sanitario a la gente. Ellos facilitaban los contactos con los hospitales y centros de salud. Así, la villa logró tener un médico a la semana. Los médicos revisaban a los chicos pero también controlaban partidas y vencimientos de remedios. Y les hacían anotar quién los recibía.

“Te voy a contar esta parte –dice y le pone tono de novela de suspenso–: nosotros teníamos cuatro caños de agua, es decir, cuatro canillas en un extremo del barrio para toda una villa de siete manzanas. Hicimos un censo: nos dio que había 607 familias. Teníamos todo controladito, como verás. La cuestión es que vimos que el tema del agua era el tema central, era muy escasa: cuatro canillas para 600 familias era muy poco. Había colas en las canillas para llevar 20 litros de agua para todo el día. ¿Qué hacemos?, dijimos. Otro relevamiento. Vimos qué vecino podía ayudar: encontramos de todo, albañiles, plomeros y hasta un arquitecto”.

En la mesa de un bar dibuja las siete manzanas sobre un cuaderno. El área está limitada por cuatro lados. De un lado, la avenida Uruguay, límite con San Fernando. Del otro, un descampado que hoy es Udaondo. En un extremo estaba la avenida Rolón, y en el otro, Formosa. Las manzanas por el medio están cruzadas por líneas de serpentinas. Algunas más rectas. Otras puro rulo. Las canillas estaban sobre el lado de Uruguay.

“Tenemos que lograr que Obras Sanitarias nos traiga el agua. Hicimos una nota. La firmamos todos. Dos hojas llenas de firmas. Fuimos a Obras Sanitarias de San Isidro. Todo muy bien hecho. Los plomeros pensaron por dónde iban a ir los caños maestros. Queríamos entrarlos por lo que ahora es Udaondo. Dejamos todo. Pasaron dos meses. Nada. Preguntamos. Fuimos. Hicimos una marcha. Y parece que eso les molestó porque dijeron que no, ¡esto no lo vamos a hacer, no hay caños, no hay nada para ustedes!”

–No nos dan el agua –dijimos–, entonces la tenemos que tomar; pero para tomarla, hay que tomarla bien. No puede ser pan para hoy y hambre para mañana. Podíamos ir del otro lado, cortar un caño y poner una manguera, pero no, porque éramos reorganizados, re decididos, nadie se echaba a atrás. Teníamos bien claro lo que queríamos. Eramos muy respetados por los mayores. Todos teníamos en claro qué necesitábamos. Y sin la ayuda de los vecinos no lo podíamos hacer.

La toma

Armaron tres grupos. Uno, para el pozo y los túneles. La idea era cruzar la avenida Uruguay. Hacer túneles de diez metros de largo y un metro y medio de profundidad para llegar del otro lado, donde estaban los caños maestros. “Ahí fue cuando me acordé de mi amigo el Bichi –dice–, estuvo después secuestrado conmigo. El padre trabajaba en Obras Sanitarias. Era radical y fanático del intendente. Pero en la villas como era todo solidario no importaba ser radical o no, sino que la gente tenía que tener el agua”.

El Bichi es Leonardo Martínez, otro de los integrantes de la perrada de la ESMA. Vivía en el Sauce, una villa que estaba en diagonal a la Uruguay, del lado de San Isidro, cruzando el descampado. Obras Sanitarias tenía los aparatos para los túneles. El padre los sacó por “izquierda”. Consiguieron palas. Los trabajadores de Aguas les enseñaron algo de la técnica. “Un cursito rápido”, dice Mantecol. Otro grupo era de apoyo y asistencia. El trabajo se hacía de noche, de día no se podía porque eso era como robar agua. Si llegaba la policía, podían ir todos presos. Así que el grupo avisaba cuándo pasaba la ronda. Paraban. Y luego seguían. El tercer grupo era de asistencia. En general, mujeres, encargadas de la compañía, sostener el trabajo con comida y mate.

“Habremos trabajado unos 20 días”, dice Mantecol. “A los 20 días, habíamos cruzado toda la avenida con 14 caños de una pulgada”.

Asamblea

Hacía falta una pequeña red de caños de tres cuartos de pulgada para pasar por los pasillos caños de media pulgada. Ese caño acercaba el agua a las casas. “Solidariamente entre todos los vecinos podemos poner el agua en los pasillos –se dijeron–. Para eso tenemos que juntar plata, comprar los caños y después cada vecino tiene que hacer su conexión a la casa. Solidariamente podemos ayudar”. Así que hubo dos etapas, gloriosas, dice, en la que para juntar plata hicieron hasta campeonatos de barrilete.

Para entonces, una parte de los más activos estaba encuadrada en el movimiento de villas. Mantecol era uno de los dirigentes. También estaba el Bichi. La adscripción a Montoneros se hacía a partir de una decisión personal. Mantecol dice que podían estar en el movimiento villero pero no ser de Montoneros.

La política

–¿Cuándo se organiza el movimiento villero?

–Movimiento villero siempre hubo, movidas villeras siempre hubo. Se va organizando la cosa con la Jotapé. En mi distrito, había doce villas. Era San Isidro. Cuando van cayendo voy asumiendo todo lo que eran villas. Villas que nunca había pisado pero tenía que ir porque con las caídas los trabajos habían quedado por la mitad. Y el que era responsable del barrio, a su vez tenía reuniones del barrio. En las reuniones del barrio participaban todos los delegados vecinos. Se decidían distintas cosas. Las reivindicaciones también se discutía de política. La discusión política no era a quién vas a votar. Se discutía por qué eramos pobres. ¿Qué camino tomar para salir? ¿Qué teníamos que hacer? ¿Qué significaba Evita para nosotros? Y discutíamos políticamente experiencias de otros barrios que se iban organizando.

–¿Cómo era la relación con Mugica?

–Cuando Montoneros decide que tiene que haber tipos de superficie, empiezan a blanquer a algunas personas. Se empieza a querer participar en política. Se crea el Partido Peronista Auténtico. Se hablaba de que la organización respondía en lo villero al padre Mugica, que era el factor aglutinador nacional. Había reuniones una vez por mes o mes y medio, de una comisión con representantes por distrito. En la zona norte, hubo una gran reunión del movimiento villero que estaba preparando el congreso villero en Córdoba. La reunión se hizo en la Villa 31 y ahí se arma la comisión del distrito, que fue mi primer gran hecho. Estaba orgulloso de que me hubieran elegido. Entré a la reunión a las seis de la tarde y salí a las tres de la mañana lleno de preguntas, de mensajes. Se había discutido de todo. Y había respeto por la gente de las villas. También me sentía orgulloso de salir a las tres de la mañana. Era como un reconocimiento de que yo ya era un villero.

–¿Mugica estaba ahí?

–Sí. Ahí empecé a trabajar en todas las villas. En un momento llegué a ser responsable de 38 villas. En 1976, hice una reunión del movimiento villero en la Villa Carlos Gardel, que me acuerdo porque apareció un compañero, Carlos, del ERP 22, que me propone una articulación con un sector mientras se venía todo abajo.

El secuestro

–¿Cómo te secuestraron?

–A medida que iban cayendo compañeros, se iban ocupando lugares. Todo el ’77 fue así. Caían de otros lados, pero yo trataba de mantenerme en la parte villera. Seguí visitando las villas. También trataba de eludirlos a muchos porque sabía que en cualquier momento caía. Las reuniones eran cada vez más esporádicas e inseguras. Yo caí en septiembre, pero para julio o agosto participé de una reunión. Fue la primera vez que me estaban buscando. Ya estaba medio rajado. Vivía en una pensión en San Fernando. Estaba de novio con una compañera de la Uruguay. No era una relación formal. Ella pensaba que sí pero yo no le decía nada. Cada tanto la visitaba. Estaba separada, tenía una nena de dos años. Yo había organizado una reunión con gente de la Uruguay y el Sauce. Les iba decir cómo estaba la situación. Mi papá vivía en la entrada. Siempre pasaba por ahí porque era un punto de referencia. Llego y a una cuadra veo la chanchita de ENTel, una chanchita con un tipo con una escalera subido a un palo de luz. Voy llegando. Veníamos haciendo prácticas de contraseguimiento. Estoy a una cuadra y me paro y digo: teléfono no hay. Teléfono público, no. El que se usaba estaba en la estación. ¿Qué cable pasa por la villa de ENTel en un palo de luz? Estos son los servicios, me dije. Pero los tipos ya me habían visto. Me metí al pasillo de acá.

Dice y señala uno de los caminos del dibujo que lo llevó entre serpentinas de la Uruguay al descampado, y de ahí al Sauce. “Corro y me meto en un pasillo. Era con salida, no todos tenían salida. Salgo y los tipos a los tiros se meten por acá. Tardan. Cuando llegan yo ya crucé el campo y llego a la Sauce. El auto paró acá. Si cuando me fueron a buscar por segunda vez hubiese estado ahí, no me agarraban: estaba salvado. Nunca entraba el GT a la villa a no ser que hubiera una razzia. Los equipos de tareas nunca pudieron entrar a la villa. Tenían mucho miedo a la villa. Ellos entraban si primero entraba el Ejército, la policía y entonces sí, te cercaban a porrazos”.

Mantecol cayó cerca de ahí. Se escondió en un terrenito que estaba comprando con su hermano, entre pastizales y humedad. Un panadero le prestó una prefabricada. Se fue con su novia. Una semana después los cazaron. A ella la liberaron.

Fuente: Alejandra Dandan para Página 12


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