NUESTROS ESCRITORES
Hernia de ausencias, por Jeremías Wolf
A veces el debate nos queda planteado. No lo compartimos con nadie más que con la almohada – muda albacea de nuestras más profundas contradicciones. Francisco no era diferente a nadie. Era un jubilado más. Sobreviviente de las épocas en que el mayor orgullo era haber comenzado a trabajar en la juventud en alguna empresa “grande” y terminar la carrera allí mismo, tal vez con algún cargo prominente, de los que se conseguían por saber qué hacer más que por haber estudiado cómo hacer.
Había entregado a la petrolera toda la vida, pero no tenía quejas de eso. Le había servido para dar a su familia el bienestar de una clase media cómoda que en la época contemporánea estaba cada día menos cómoda. Estudios, vacaciones, una casa en Floresta, y la casita de fin de semana en la isla.
El tiempo se había encargado del resto. La casa en la esquina de Aranguren y Goya tenía las habitaciones suficientes para evitar las peleas de los niños, y en cada rincón aprendió un nuevo oficio; electricidad, plomería, gas, y lo peor de todo: la albañilería. Odiaba la cal, el cemento y la arena, pero se debió hacer amigo para dar forma a un hogar que se fue estirando como chicle y que con el correr de los años tuvo tantas mutaciones que ya le costaba recordar cómo era cuando, con Mercedes llegaron, por primera vez, cargados de ilusiones y valijas. Los hijos habían crecido con sus destinos forjados en casa pero trazados de las puertas hacia afuera. Y él había ido envejeciendo, primero creciendo y luego achicando la mesa de los domingos.
Mercedes lo acompañaba. Era y sería siempre la mujer de su vida. Cuando no estaba acomodando el desorden y armando menús inmensos estaba sentada al piano de pared, que habían traído de Comodoro Rivadavia, cantando alguna melodía de su Alemania natal. Era un remanso oír sus acordes y la suavidad de su voz. Lo calmaba.
Luego de armar aquel rompecabezas de la existencia, el destino se comenzaba a ocupar del final. Desarmando, desacomodando, desolando ambientes y espíritus. El cáncer había tomado cartas en el asunto decidiendo que él debía llegar solo al final de los días. Ella primero, fue la sentencia. Y entonces se acomodó a su soledad en aquella casona. Sus hijos no estaban muy de acuerdo con aquella decisión. Creían que debía vender la casa y mudarse a algún departamento pequeño, cerca de alguno de ellos – para vigilarlo un poco – pero él se opuso y era bien sabido que solo Mercedes conseguía torcer el rumbo de su voluntad.
Los días suelen pasar lento cuanto se está solo y viejo. Francisco se acomodó a los nuevos ritmos lentamente. Aprendió a cocinar lo que le gustaba y a lavar la ropa que prefería. El resto lo puso entre los recuerdos. El diario pasaba rutinariamente por debajo de la puerta todas las mañanas y él desfilaba por los titulares hasta llegar a la última página para hacer los crucigramas. Con los meses se dio cuenta que muchas veces eran repetidos, y que finalmente podría terminar escribiéndolos de corrido, por lo que prefirió enfocarse en las caricaturas, que no por ser todas parecidas dejaban de dibujarle sonrisas.
Una mañana de domingo tocaron a la puerta de la casona. Voces mezcladas llegaban de la vereda y pensó que podrían ser de alguno de esos cultos que recorren los barrios puerta a puerta predicando palabras atribuidas a Dios pero impregnadas de la propia convicción. Dudó en abrir. El último titubeo que le quedaba se lo disipó la gritería de niños cuyas voces le resultaban familiares.
Era su hija, Elena, con su marido y los dos pequeños, Viviana y Roberto, sus nietos. Se sintió alegre de verlos, pero desconfiado. “Nita” – así le decían desde pequeña – no acostumbraba visitarlo con frecuencia, y solo lo hacía cuando necesitaba de él o de algo de él. Era la hija del medio, y confirmando lo que rezaban montones de estudios científicos, cargaba con toda la conflictividad que uno podía investigar en esa materia.
Se había casado demasiado joven, casi como un acto de rebeldía, y muy lejos de completar siquiera la media que cualquier padre hubiera querido pretender como yerno, había contraído enlace con un joven oficial de la Policía Federal, que seguramente se había refugiado en la institución esperando evadir la caída en la delincuencia, pero sin poder alejarse demasiado de ella.
La tarde se hizo larga entre mates, bizcochos y el alboroto de aquellos dos nietos que parecían dispuestos a demoler la casa. Los pisos de pinotea crujían ante sus carreras como haciéndole saber que no estaban de acuerdo con aquella despiadada presencia.
“Nita” no dejó de hablar un minuto. Intentó poner orden y limpieza en la casa mientras Francisco se quejaba murmurando entre dientes. No suponía él que más que orden la mujer estaba realizando una pequeña gira por la casa de su niñez inventariando en su cabeza los espacios. Ernesto, su marido, se había sentado en el comedor cambiando el tibio mate por el vaso de vino. El alcohol había sido el responsable de sus valentías y audacias en “acto de servicio” y de sus cobardías y violencias en “acto de familia”, pero Francisco, más allá de saberlo y expresarlo, nada más había podido hacer. Bien dicen que el amor tiene senderos misteriosos. Su hija lo amaba, así como era: grosero y bruto. Parecía encarnar a la perfección el modelo de institución en que le había tocado crecer y eso, más algún toque de fortuna habían hecho que se ganara un par de dudosos ascensos.
Finalmente la mujer se sentó junto a los hombres que silenciosos compartían en la pantalla de la TV un partido de fútbol.
– Papá, tengo que hablar con vos. Dijo la mujer
Finalmente allí está asomando la causa. Pensó Francisco sin atreverse a dejar escapar las palabras. Decime – murmuró en voz muy baja.
– Estamos teniendo algunos problemas económicos en casa – comenzó a explicar Nita.
– ¿Necesitás dinero? Preguntó Francisco.
– No papá, gracias, es peor que eso. Se nos terminó el contrato de alquiler y no tenemos posibilidades ni de renovar ni de buscar otra cosa. Nos vamos a quedar sin techo. Explicó.
– Y ¿en qué te puedo ayudar? Se animó Francisco a preguntar con cierto temor, intuyendo.
– Tendríamos que venir a vivir con vos. Nada definitivo, por el tiempo que haga falta para que Ernesto reciba algún ascenso más y nos cierren los gastos. Vos sabés que los chicos crecen y demandan y no quisiéramos que vivan padecimientos. Agregó.
El viejo miró de reojo a los pequeños cuyo vandalismo parecía ser un anticipo. Recibió el golpe bajo que su hija estaba dándole, al ponerlos como eje del padecimiento, con la malicia de sumergirlo en el mar de la culpa y dejó escapar un soplido.
Recién había terminado de hacer las paces con el destino por arrebatarle a Mercedes y ahora esto. Las paredes a su alrededor comenzaron a susurrarle ideas al oído. Como ángeles opuestos lo tironeaban entre el bien y el mal, augurando infiernos y paraísos.
– ¿Y cómo supones que podríamos acomodarnos acá? Preguntó solo por llenar el silencio.
– Recién estuve mirando y creo que si vos te mudás temporalmente a la habitación de arriba, nosotros en la parte de abajo podríamos arreglarnos. Respondió con frescura angelical Nita.
La “habitación de arriba” no era otra cosa que el cuarto de los cacharros. Ese espacio que día tras día se volvía más inaccesible producto de la acumulación de objetos inútiles. ¿Su casa reducida a un mundo de 3 x 3? ¿La obra de él y Mercedes convertida en un espacio mínimo en el que solo entraban una pequeña cama y el desvencijado placard?
Sacudió la cabeza para ahuyentar las voces imaginarias que parecían no agotarse en argumentos. Y se frotó los dedos por los ojos intentando crear claridad donde parecía ya haberse perdido.
Su yerno aumentó el volumen de la TV en el momento que uno de los equipos convertía un gol. Los niños dieron vuelta la mirada a la pantalla por un momento y siguieron con su caos. El sonido de la pantalla no alcanzaba a tapar el universo de palabras que se golpeaban en las paredes de la cabeza de Francisco. Intentó una escapatoria:
– ¿Y si te doy el dinero para que alquiles algo? Preguntó sin mucha ilusión.
– Lo hemos pensado, pero no creemos que esto se solucione en corto plazo y necesitamos tener algo de tranquilidad. Vos sabés que Ernesto sufre mucho el stress. Respondió la mujer con palabras ensayadas como de un libreto.
– ¿Y cuándo se mudarían? Inquirió Francisco resignado a esta nueva vuelta del destino.
– Habría que ordenar un poco, pero si nos ponemos a trabajar creo que en un par de semanas ya podríamos estar acá.
– Bien. Respondió él, compacto y monosilábico.
– ¿No te pone contento? Vas a estar acompañado por mí y por tus nietos; y además estarás siempre cuidado como lo hacía mamá.
– Sí, sí, claro. Respondió Francisco muy lejos de estar compartiendo esta conclusión.
El hombre estaba seguro que aquello sería permanente. Conocía demasiado a su hija y su capacidad de envolverlo y embarullarlo solo para resolver sus conveniencias. Así había sido desde pequeña. Buscó consuelo pensando que tal vez él podría enderezar un poco la crianza de aquellos dos pequeños demonios.
Muchas veces se había imaginado a Dios, de diversas formas, en distintas situaciones. Pero cada vez que se trataba del tiempo venía a su mente la imagen del hacedor, con su larga barba, su voz profunda y sus túnicas blancas, sentado en un confortable sillón frente a una gran pantalla en la cual desfilaba la vida de las personas y de todas las cosas del universo. En su anciana mano un control remoto lleno de colores y símbolos le permitía pasar de mundo a mundo, de existencia a existencia, de hombre a hombre. Dos teclas, una roja y otra verde, de tamaño superior al resto, se destacan. Con la verde el tiempo pasa lenta y sabrosamente permitiendo al ser de turno en imagen avanzar en su vida teniendo certeza y constancia de cada minuto. Con el rojo en cambio todo se convierte en una exhalación.
Francisco miró una mañana el crucifijo que pendía sobre la cabecera de su cama y sintió como si aquel dios omnipresente hubiera levantado el dedo del botón rojo y lo hubiera pasado al verde. Una frenada violenta de los hechos y allí estaba él, intentando levantarse de aquella cama que no era la suya en una habitación que no era la suya, rodeado de un mundo de muñecas, todo diminuto a su alrededor, como para aprovechar más cada rincón de la pequeña estancia. Le pareció que fue un instante, sin embargo ya habían transcurrido 4 meses de aquella charla que lo arrojara a su propio inframundo. Era otro domingo…
– Papá! Te vas a levantar de una vez? Escuchó el grito de su hija desde la planta baja. Había tomado el hábito de pararse al pie de la escalera y llamarlo con esos – para él – aullidos histéricos. Prefería no contestarle y se limitaba a encender el velador y dejar que el reflejo rebotando en la escalera fuera suficiente respuesta. Tenía pocas ganas de hablar.
Cerró los ojos para hacer un poco de fiaca. La perspectiva de compartir la mesa con sus maleducados nietos sin poder corregir nada para no ser tomado a mal por su yerno le había anulado hasta las ganas de exprimirse sus clásicos pomelos matutinos.
Cuando los volvió a abrir vio por la ventana entrar la luz de la media mañana. El silencio de la casa era total. Su familia había salido, como habitualmente, al supermercado. Aprovechaban las escasas ofertas de la época y de paso los niños se cansaban corriendo entre las góndolas. Su bolso estaba sobre la silla. Dentro una muda de ropa y su toallón preferido. No necesitaba mucho más y lo decidió. Se levantó de la cama, se duchó, y en escasos 20 minutos estaba en la calle.
Había decidido vender el auto cuando Mercedes falleció y a pesar de la incomodidad del transporte público estaba satisfecho pensando que si no lo hubiera hecho así hoy tampoco lo podría usar. Hubiera caído en las manos insaciables de su hija. La lancha se salvaba de su voracidad por su temor al agua. Nunca había conseguido transmitirle su pasión por el río.
Mercedes en cambio era una amazona que cuando llegaba a la guardería náutica se transformaba. Todo en ella tomaba un color distinto, era como si aquel color de las aguas que los leones habían copiado la convirtiera en un felino. Su cuerpo se volvía elástico, el cansancio desaparecía, y todo en ella se volvía sensualidad y pasión. Francisco estaba convencido que aquella casa en el Delta había sido una de las mejores adquisiciones familiares, o cuanto menos de su pareja.
Los niños habían disfrutado mucho el lugar, pero la “pasión isleña” no se había instalado en ellos. Con el correr de los años se había vuelto un refugio para la pareja donde desconectarse de la vida cotidiana. Ahora, sin Mercedes, no era lo mismo, lo que otrora fuera una fuga a la intimidad se había tornado su espacio de paz y reencuentro con su propia historia. Por eso no había dejado ni un solo fin de semana de ir.
Además, contra la voluntad de sus hijos, las cenizas de su mujer estaban enterradas junto al jazmín. Ella amaba el perfume de esas flores, y hoy él revivía el aroma de la piel de su mujer cuando el aroma de la planta impregnaba el aire.
Un par de horas más tarde estaba amarrando la pequeña lancha al muelle y descargando las pocas provisiones que necesitaba.
La generosidad de la naturaleza en la isla tiene muchas manifestaciones, pero la que suele dar la bienvenida a los residentes temporales es, sin dudas, el pasto.
Mercedes solía ser quien lo cortaba, mientras cantaba algunas de sus canciones preferidas. Él hacia reparaciones inevitables y encendía el fuego de la parrilla – instalada como ritual de tiempo completo –. La ausencia de su mujer lo había empujado a las tareas de jardinero. No le gustaba, pero la memoria de aquellos momentos compartidos era un incentivo suficiente para poner manos a la obra.
Se dejaba envolver por el verde, por el aire, por la paz, y por un silencio cómplice que entre las paredes de la casona de Floresta había desaparecido por completo.
Elena regresó del supermercado y comenzó a preparar el almuerzo. Los niños seguían su rutina apocalíptica en el pequeño patio y Ernesto hojeaba el periódico con su primera copa de vino del día.
Pronto el olor de la salsa comenzó a invadir los rincones de la casa. Ernesto había encendido la TV mientras cruzaba la línea de la mitad de la botella. Los gritos de los niños apenas se habían moderado impulsados, tal vez, por el hambre.
– Ernesto, ¿Podés poner la mesa? Sugirió sin rozar siquiera el imperativo por temor al estallido de su marido.
– ¿Por qué no le decís a esos pendejos de mierda? Respondió él con la voz seca y la mente humedecida por el alcohol.
Pronto, ella misma tendió el mantel y colocó platos y demás enseres. Los ruidos atrajeron a los niños adentro y comenzaron a descargar su ansiedad en preguntas culinarias.
– Roberto, andá arriba y llamá a almorzar al abuelo, debe estar durmiendo todavía el viejo. Ordenó Nita.
– Ufaaaaaaaaaaaaaaaa…. Fue la respuesta del pequeño mientras tomaba carrera por la escalera.
– Mamaaaaaá….. acá no hay nadie!!! – agregó instantes después.
– No puede ser! Fijate en la terraza! Le gritó desde abajo mientras una mirada rojiza que tropezaba con la ira le llegaba desde Ernesto.
– ¿No podés hablar sin gritos? ¿O necesitás ayuda? Le lanzó violento, mientras golpeaba los nudillos sobre la mesa.
Francisco, lejos de allí, sacaba un trozo de carne del fuego y la colocaba en una rebanada de pan. Ignorante de tanto. Lejos de todo. Sospechaba muchas cosas de su hija y el marido, pero nunca había conseguido que ella rompiera el silencio y le permitiera algún intento de solución.
Mientras mordía el sándwich sentado en su reposera preferida escuchó que dentro de la casa sonaba su teléfono celular. Nita lo había obligado a cargar con el aparato desde el mismo día en que muriera Mercedes y él jamás había conseguido entender cómo funcionaba aquella cosa, por lo que responder llamadas no estaba en su manual de anciano. Además, seguro su hija había notado su ausencia por lo que la llamada sería un rosario de reproches. Mordió otro bocado… más tarde la llamaría.
Pocas cosas son tan dinámicas como las rutinas. Existe en todos la falsa idea que la repetición de eventos es algo estático en sí mismo. Que cuando un hecho se repite se convierte en predecible por estar encerrado en un ciclo continuo. Sin embargo, cuando miramos la vida proyectada en nosotros mismos vemos como las rutinas fueron cambiando constantemente, mutando según las épocas y circunstancias creando una paradoja de la existencia.
Lejos de estos análisis dialécticos, Francisco y su familia entraron en un ciclo, juntos. Los acontecimientos se repetían semana a semana, mes a mes.
Elena dejó de pedirle al pequeño Roberto que suba a buscar a su abuelo. Solo le pedía que entrara en la habitación a ver si estaba el deslucido bolso de mano con el que el “viejo” – así se refería a su padre – se movilizaba a la isla. Si no estaba en la casa estaba allí, en su amada isla. Por un día, dos, o a veces más. Su padre siempre regresaba, silencioso y taciturno, pero con un humor entre feliz y nostálgico y a ella eso le alcanzaba. Algún día – pensaba para sí misma – debía dar de baja su orgullo herido y encontrar en el hombre que le había dado la vida el consuelo que necesitaba para llevar adelante su existencia.
– Este bendito pasto no para de crecer. Exclamó Francisco en voz alta. Nadie podía escucharlo y eso le daba la licencia de soltar alguna puteada de vez en cuando.
Sintió un mareo y tropezó. Las piernas se le flexionaron solas y el tirón de la vieja hernia umbilical no se hizo esperar haciendo que se doble en dos y caiga al suelo. Su cara se estrelló contra un montículo de pasto recién cortado y sintió como el olor fresco y húmedo del césped entraba en sus pulmones. Mercedes debía estar allí seguramente – pensó – y cerró los ojos.
Aldo era su vecino más cercano. Solía acercarse a la casa cuando veía la lancha de Francisco amarrada. Compartían historias y algunas copitas de licor casero. Alcanzo a divisar desde su muelle la luz del deck de su amigo encendida, pero solo le llamo la atención aquella cuestión cuando pasaron un par de días y seguía igual. Francisco podía distraerse un poco, pero nunca tanto.
Tomó su canoa y remó mientras alguna preocupación crecía en su interior. Encontró a su viejo compañero de ruta tendido junto a la vieja cortadora de pasto. El motor de la máquina estaba frío y la ropa de Francisco estaba mojada, por lo que seguramente alguna noche había pasado a la intemperie. Tenía la mano sobre la gramilla y un esbozo de sonrisa. En su teléfono celular había un par de llamadas perdidas y algunos mensajes sin responder. Vibrando sobre la mesa de la cocina había terminado en el suelo.
El médico escribió en el certificado de defunción: hernia estrangulada con complicación cardíaca crónica.
Francisco se había marchado al encuentro de Mercedes, esa era la verdad real. Se había cansado de su ausencia, de la soledad en la que ella lo había dejado y la vieja hernia fue la mejor excusa que encontró para ir a su encuentro.
Sobre el autor
Jeremías Wolf. Escritor del Delta. Integrante del Círculo de Escritores de San Fernando Atilio Betti.
Publicó un libro de cuentos, un poemario (“Poesía desde el río”) y su última obra, Alas sin Amor, que la está por presentar.
Jeremías comparte su pasión por las letras junto con su compromiso social hacia su lugar en el mundo, el Delta. Es en su programa radial – La “colectiva” del Delta – donde encuentra el camino para ponerle voz a los pensamientos y emociones generados desde el mundo isleño. Puño y letra, voz y radio, senderos de expresión que transita de manera incansable.
Sus historias son de Tigre y su Delta y sus personajes transitan el amor y los desencuentros en viajes que van por tierra, agua y aire, y en los que la imaginación no impide una preocupación por una naturaleza, “dueña de los días”, que reprocha y consuela a la vez. Hay en Wolf una sutil mirada ecológica que contrasta con la violencia de la ciudad.
Los relatos del autor son íntimos, cálidos, “almacenando los pedazos de la historia que nos fueran quedando”. Wolf se mete con su mirada romántica en el alma del isleño mientras por el espejo ve “la estela de agua abrirse como un abanico”. Su vital escritura recorre el tiempo, una de sus preocupaciones recurrentes, y nos sacude con historias de seducción, engaños y sorpresas. Su mirada esperanzada y melancólica a la vez, sensual y utópica, por momentos se vuelve erótica y popular. La mujer es una pregunta y las relaciones familiares tan importantes como la soledad.
Para Wolf, la isla es mágica. La enfermedad y la muerte acechan pero nunca perdemos la verde libertad en su amado río. Si un amor muere, la ternura permanece en la casa de su escritura. Sus relatos precisamente parecen haber sido escritos para no extraviarse “entre madejas de civilidad”, textos de aprendizaje y mano extendida, de memorias recuperadas en “el rojo de los cuentos” resistiendo frente a la ceniza gris. Wolf nos revela su búsqueda, su hallazgo, y nos recuerda la existencia de un manto protector del desborde urbano: el Delta, sinónimo de lo pantanoso esencial que ama y que contrasta con la casquivana ciudad.
Escrita por Daniel Scarfo. Sociólogo. Doctor en Letras
Hermoso relato,muy conmovedor..me emociono !!ese amor al Delta que compartimos
Felicitaciones amigo!
Gracias Alicia!! No te pierdas la presentacion del libro, el proximo sabado en la Quinta El Ombu! Alli estare con la compañia de Sabrina Garcia, Daniel Gurtler, Silvio Francini y Los Hermanos Miranda!