NUESTROS ESCRITORES
Chofer de San Fernando
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Por Micaela Rosales
El miércoles a la mañana, Lezcano, quien acababa de entrar en su sexta década, atropelló al cachorro de una muchacha en el cruce de Blanco Encalada y Gilardoni. Lo había visto desde antes, un perro viejo y pequeño, con el pelaje enredado y mezcla de razas imposibles de descifrar. Siempre saltaba al asfalto con la misma vehemencia, como si cada día su único propósito fuese desafiar alguna de las ruedas delanteras del colectivo. Ese día no fue diferente, el perro saltó el murito de su chalet y corrió a la calle, y aunque él lo vio venir, no reaccionó a tiempo. El perro acabó bajo el caucho, y al mirar por el retrovisor, Lezcano vio a la muchacha acercarse con desesperación, aunque el asco reemplazó cualquier atisbo de compasión en su pecho y allí lo dejó. Lezcano alzó la cabeza y vio cómo ella hacía un ademán que reconoció al instante, el mismo gesto que le lanzaban los pasajeros que dejaba tirados cuando estaba apurado o cuando la formación estaba abarrotada. Intentó convencerse de que no lo había hecho a propósito, por más que odiaba a ese perro y no movió ni un dedo para esquivarlo, consciente de que se le abalanzaría en cuanto se acercara a la esquina. Quizás fue un impulso inconsciente, se dijo, pero la pregunta que lo atormentaba era si habría reaccionado (o más bien) paralizado igual si se hubiera tratado de un niño.
Blanco Encalada del otro lado de las vías se angostaba y se hacía más gris. Los árboles desaparecían y las primeras caras conocidas empezaban a asomar. Pedro, un viejo conocido de los choferes, estaría trabajando con alguna de las chatarras que obstruían la vereda. Pedro solía levantar la vista y saludar a cada colectivo que pasara, sin importar el ramal o el conductor, pero esa mañana no lo hizo. Lezcano notó la ausencia del gesto, se le hizo extraño. Claro que había días en que Pedro, absorto en sus cosas, no percibía ni los bocinazos ni los insultos de los conductores que esquivaban su inmovilidad en medio de la calle. Ese miércoles, después de atropellar al perro, la omisión del saludo lo inquietó. ¿Lo habría visto? Poco probable, pensó. El accidente ocurrió antes de cruzar las vías, antes incluso de dar la vuelta completa a la esquina. ¿Se vería desde tan lejos el colectivo? Lezcano no lo sabía; la mayoría del tiempo él estaba arriba, viendo subir a los albañiles, las docentes, los comerciantes, los estudiantes… No solía tener la perspectiva del que observa desde abajo. Quizás era solo una coincidencia, quizás Pedro estaba demasiado ocupado. Sintió alivio al saber que pronto dejaría Blanco Encalada para llegar a la avenida. Todo lo raro pasa en Blanco Encalada, pensó, como si la calle, con su atmósfera gris invitara a lo atípico.
Avellaneda le evocaba nostalgia. Recordó los paseos por el boulevard ancho de la mano de su abuelo, con pantalones acampanados y las patillas tapándole las orejas. De niño, imaginaba trenes suspendidos en el cielo, perros y gatos parlanchines y árboles tan altos con las copas tocando las nubes. Lo que nunca se imaginó fue que esos colectivos redondeados y fileteados se convertirían en las máquinas que él ahora timoneaba en soledad. Tampoco imaginó que Maipú, esa callecita de tierra que se inundaba y que todavía no había sido bautizada de esa manera, deveniría en una arteria crucial para su trabajo. La noche anterior soñó con Avellaneda, pero en su sueño el boulevard era angosto, con palmeras flacas en el centro. Se soñó caminando desde la treinta hasta la estación, dibujando de memoria cada casa, cada negocio, el hospital, la plazoleta de los excombatientes, las mil heladerías, las librerías de filas interminables… La avenida parecía un refugio, una especie de frontera donde lo macabro no tenía cabida. Cada vez que entraba en su amplio trazado, sentía que el peso de lo ominoso se quedaba relegado al otro lado del barrio. Pero esa ilusión se fundía con el eco sordo del caucho aplastando carne y hueso, ese recuerdo inmediato que dejaba de estar latente.
Cuando le dijeron que el recorrido incluiría Maipú, le pareció una locura. Les habló a sus compañeros y a sus superiores sobre las estrecheces de esas calles, las residencias improvisadas, los peatones que deambulaban fuera de las veredas, las jaurías que cazaban palomas y, de vez en cuando, se abalanzaban sobre algún tobillo para calmar el hambre. Les habló de las piedras y las grietas en el pavimento que hacían vibrar el chasis hasta dolerle las muñecas. Nadie le hizo caso. Hay que adaptarse, le decían. No le llevó mucho tiempo. El trayecto, antes tortuoso, se volvió automático, un descanso de las tensiones acumuladas. Los peatones, conscientes del colectivo, le daban el espacio justo para maniobrar, y las residencias improvisadas, con sus muros y sillas esparcidas, ya no eran un obstáculo, sino parte del paisaje. Incluso las jaurías parecían haberse replegado, más preocupadas porque no turben sus siestas. Sin embargo, esa mañana, después del incidente con el perro, ni siquiera allí se sentía tranquilo. La omisión del saludo de Pedro lo alteró más de lo que estaba dispuesto a admitir. Apenas giró en Maipú, la idea de haber atropellado deliberadamente al perro lo invadió una vez más, temió por los niños que jugaban a la pelota todas las mañanas en la esquina del polideportivo. La imagen lo inquietó tanto que cuando vio a uno de esos niños, el de los dientes torcidos, debajo de la misma rueda que había destrozado al perro minutos antes, tuvo que aguantar las arcadas. Esta vez, el cuerpito quedaba atascado, dejando a cada metro un rastro rojizo y visceral en el asfalto.
En Constitución se despojó de todo pensamiento intrusivo. El niño ya no estaba bajo la rueda, sino en el último asiento, al lado de su madre que ojeaba constantemente la hora. En ese tramo Lezcano dejó atrás lo sucedido en su primer viaje del día. No tanto por alguna característica particular de aquellas calles rosas, que después de todo eran donde vivía y poco tenían de asombro, sino por la repentina conversión de ese intervalo en uno peatonal. Necesitaba pensar rápido cómo reorientar el recorrido para finalizarlo de una vez y volverlo a empezar.
Sobre la autora
Micaela Rosales. Tiene 30 años, es sanfernandina, del barrio Fate. Desde hace casi dos años vive en Villa Urquiza (CABA) con su pareja. Es licenciada en Comunicación Social de la UBA, docente en el nivel secundario. Brinda clases en una secundaria en Munro y otra en Villa Adelina. Además, en San Fernando da clases en el Programa FinES en una materia que se llama Comunicación y Medios.
“En esa materia, que ya va a ser el tercer año que la doy, a fin de año hacemos siempre un proyecto de comunicación popular donde los estudiantes, jóvenes y adultos, hacen entrevistas, escriben noticias, crónicas, sobre algún hecho de su comunidad o de su barrio. Trabajando con con este proyecto, a partir de esta experiencia, fue que empecé a acercarme a los medios locales entre ellos, San Fernando Nuestro”, dice y agrega: “Empezamos a incorporar este medio en las clases para que conectaran más con esas historias, esas noticias de los lugares que ellos transitaban, que eran más cercanos a ellos, que ellos conocían. Siguiendo a San Fernando Nuestro en las redes fue que me enteré de la convocatoria y decidí participar”.
“Siempre me gustó leer”, comenta mientras repasa sus estudios primarios en el Normal de San Fernando “donde tuve docentes que incentivaban muchísimo a la lectura” y la secundaria en el Nacional de San Isidro donde comenzó a acercarse a la escritura de la mano de la materia Producción Literaria.
“Fue en la secundaria que le empecé a agarrar el gusto. Desde ahí que sigo escribiendo esporádicamente, aunque siempre que tengo la oportunidad de presentar algún escrito, algún relato, trato de hacerlo”, reconoce.
En el 2019 recibió su primera mención en un concurso sobre narrativa erótica en el que participó. En el concurso de relatos breves Te cuento San Fernando recibió una mención con su obra Chofer de San Fernando.
La obra según su autora
Lo que me inspiró para este relato específico, y quizás inconscientemente, es la historia de mi papá que fue colectivero de la línea 314. Ahora ya está jubilado pero siempre tiene mil historias sobre recorridos, pasajeros, la situación de trabajar en la calle que te hace tener mil historias. Y, por otro lado, me gustaba la idea de contar San Fernando desde un lugar tan rutinario y cotidiano como puede ser el colectivo que es algo tan vivenciado por los vecinos que bueno en algún punto llega casi a hacer un microcosmos de la vida cotidiana. Contar la ciudad, el barrio, desde ahí, desde ese lugar.
*El presente cuento obtuvo mención en el certamen ‘Te cuento San Fernando’ que organizó San Fernando Nuestro al cumplir el décimo aniversario del medio. La obra forma parte del libro digital que recopila las obras preseleccionadas en los concursos de fotografía y relatos breves. El trabajo se puede descargar en forma gratuita desde el siguiente link