by Sabrina Garcia | 20 junio, 2017 11:19 am
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Por Rocío Ceccotti Ponte*
A cuarenta y cuatro años del retorno de Perón y los sangrientos enfrentamientos posteriores, hablamos con un vecino de Victoria que fue testigo de los acontecimientos de ese fatídico día.
Esa mañana del 20 de junio de 1973 Roberto, su padre, su hermano y su mejor amigo salieron temprano de la esquina de Constitución y Ricardo Rojas, partieron con toda la expectativa que tenían y una canasta con sándwiches de milanesa para mitigar la espera. Llegaron temprano y estacionaron la camioneta cuando ya no se podía seguir más. Estaban a más de cuarenta cuadras y tenían que caminar hasta Puente 12 —donde hoy se encuentra la última salida antes de ingresar al aeropuerto internacional de Ezeiza—.
Formaban una inmensa procesión que el diario Crónica calcularía al día siguiente como de más de dos millones de personas. Caminaban con sus banderas de las FAP, las FAR, los Montoneros, todos los sindicatos y algún que otro municipio. Todos cantando la marcha una y otra vez, mechando con el Himno y alguna otra canción de moda.
Salvo por su padre, ninguno había sentido la voz cascada de Perón en persona: lo habían escuchado en el silencio de la proscripción, en las transmisiones de Radio Colonia, en las grabaciones que mandaba desde Puerta de Hierro, en las historias que escuchaban de los más grandes una y otra vez.
Hasta hoy, a sus sesenta y cinco años, Roberto afirma que jamás vio tanta gente como en ese día. Todo muy organizado, con la música saliendo de los altoparlantes, con los baños químicos cada “equis” cantidad de metros. Todos con la expectativa de verlo, de escucharlo después de casi veinte años de exilio.
Lo más cerca que llegaron fue a unos trescientos metros del palco, hacia el lado derecho. No se veía demasiado, pero había una de las columnas de megáfono relativamente cerca. Eran las doce y cuarto. Decían que el General iba a hablar para eso de las tres de la tarde.
Se acomodaron y sacaron de la canasta los sándwiches de milanesa preparados por su madre. Seguro estaban riquísimos, pero los nervios le sacaban el sabor a cualquier cosa. Mientras comían, la música se cortó de repente:
—Les pedimos a quienes se encuentran trepados a los árboles que por favor desciendan.
Los cuatro se miraron: ¿qué tenía de raro que alguien se subiera a un árbol para ver mejor el palco? Sería tonto pretender que se bajaran antes del discurso. Sin embargo, unos diez minutos más tarde Leonardo Fabio se acercó al micrófono y dijo con mucha claridad:
—Hemos detectado francotiradores trepados a los árboles. Pedimos por favor que desciendan ya mismo para garantizar la seguridad de todos los presentes.
El primer reflejo fue mirar hacia arriba. Nada. Los de Ezeiza eran de esos árboles como los eucaliptos, con todas las ramas arriba, bien altos: era imposible ver si había algo.
Y los tiros. De la nada sale un tipo con el brazalete de la JP, gritando desesperado:
—¡Retrocedan para atrás! ¡Retrocedan para atrás!
Y Roberto siente cómo su papá lo agarra del brazo y le grita que se tire al suelo. Se quedan juntos. Callados. Quiere ver dónde están los francotiradores, y al levantar la vista ve cómo una bala parte al medio una ramita que cae justo delante suyo.
(*) Rocío Ceccotti Ponte. Contadora, periodista, escritora. En Twitter @esgunfia
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