by Sabrina Garcia | 17 noviembre, 2014 12:01 am
Una vez mi mamá me regaló una nuez que encontró tirada bajo un nogal, en una isla del Delta. Me dijo que su tamaño le hizo acordar a mis ojos, grandes y redondos. A mi no me gustan las nueces, es solo un fruto seco, no se abre cuando está maduro, tiene una coraza, quizás demasiado duro. Aun así me guarde la nuez.
Mis ojos son color café con un chorrito de leche, quizás sea así por mi adicción a tal infusión. Mi papá tenía los ojos verdes como las hojas de los árboles, hubiera preferido tenerlos de ese color. En las fotos, sus ojos siempre resaltaban, parecían chispeantes, aún en aquellas fotografías que por haber estado guardadas mucho tiempo se habían decolorado o teñido de amarillo viejo.
Creo que mi mamá se enamoró de sus ojos, porque parecían hojas en primavera.
En algunas ocasiones mis ojos se transforman en almendras. Las almendras tampoco me gustan, pero hay una banda que se llamaba así, que se creó en 1967, el mismo año que nació mi madre, y su canción más conocida, considerada una de las mejores de todos los tiempos del rock argentino, es la que en su casamiento mi progenitor le dedico a su muchacha y flamante esposa.
Cuando se transforman en almendras, se achinan, se achican, se ponen duros y secos, eso me pasa cuando trato de aguantar las ganas de llorar. Aguantar, sin respirar, sin pestañear; como cuando estas nadando. Nunca pude abrir los ojos abajo del agua, me da miedo.
Capaz las nubes también se aguantan las ganas de llover, pero llega un momento que no das más, y empiezan a llenarse de brillo, de humedad, de tristeza. Contenes, pero es imposible porque aguantar también duele. Me achino, cada vez más, al punto de no poder ver más allá de mis pestañas, china casi tanto como el dueño del mercado de la esquina de casa, ese que mamá dice que es mafioso, por su actitud sospechosa, sus trajes, sus manos en los bolsillos, y sus ojos chinos. Pero quizás el mafioso chino nunca tuvo que aguantar las ganas de llorar, y sus ojos solo sean asi por su procedencia.
Y, de repente el movimiento involuntario de mis parpados, incontenible, del lagrimal brota una, dos, tres. Catarata, a las de Iguazú nos íbamos a ir juntos, porque ninguno de los dos las conocía. Lluvia.
Asi fue que paso, yo lo estaba llamando porque no entiendo mucho de tiempos, y eso que yo lo propuse, porque tampoco entiendo mucho de relaciones, y tengo tendencia a las malas ideas.
Suena una, dos, tres:
-¿Hola?
-¡Hola!, perdón que te llamo… ¿estas ocupado?
– no, no. ¿Cómo estás?
-Bien… te extraño.
Silencio … silencio eterno, incomodo, innecesario. Hasta que por fin, habló. Pero no se si dijo lo que quería escuchar. “Yo también te extraño como persona… no como novia”. Ojos de almendra. Silencio. Corté.
Desde hacía días mis ojos eran almendras. Parece que si sos novia, perdés tu condición de ser humano, de persona y que si dejas de ser novia, sos solo una persona. Después de tres años y pico, me convertí en solo una persona. Pensé en llamarlo e insultarlo, pero no se me ocurría un insulto lo suficientemente duro como el que el me dijo: persona. Pensé que quizás lo mejor era dañar su virilidad, su hombría, su miembro. “Sos un manicero”, aunque no lo fuera, y aunque no recuerde ni siquiera el tamaño de su parte intima, me suena a un gran insulto, y con ese tipo de agresión yo salía victoriosa de una batalla verbal, que estaba peleando sola. Resulta, que tampoco me gusta el maní.
El celular lo revolee, voló hasta caer en un sillón de tres cuerpos, color beige, caki, no hay color más aburrido e insípido que el color caki; un sillón desgastado por los años, un sillón infeliz donde alguna vez él se durmió.
Después de ese momento de ira, entendí que se había terminado, y como nube, lloví.
Yo estaba tirada en posición fetal, en uno de los sillones del juego de sillones infelices, en un rincón. Mis ojos eran pasas de uvas, de esas que tampoco me gustan. Hacía tres días, tenía puesto el pijama. Creo que los pijamas son eternos, y el mío también lo era, lo rescaté varias veces del tacho de basura, porque mi madre tiene la manía de tirar lo viejo, yo por el contrario, trato de reciclar, reinventar todo. Mi pijama tenia agujeros, que con dedicación, cosí, ya no me acuerdo su color original, estaba desgastado del lavado, si recuerdo que tenía ositos con instrumentos, pero ya no se veían, se habían borrado. Creo que lo tenía desde los ocho años. Después de ese día, lo tiré.
Mi madre, en su intento por rescatarme, me trajo la cena a mi rincón. “Milanesa napolitana con puré mixto, como te gusta”. Me gustaba porque a él le gustaba, porque él es eso, ni milanesa del todo, ni pizza del todo, un invento, un poco de esto y un poco de aquello, y ni hablemos del puré, que de por si suena a hospital, es mixto, una mezcla, de aquí, de allá, pero nada definido, nada sólido, una baba, inerte. Pero acepte la comida, no la comí, la devoré, la milanesa napolitana la triture, la corte en pedacitos y el puré lo aplaste más. Creo que mi mamá se asustó por la violenta forma en la que comí.
Luego salí de mi rincón, me bañe, incluso me cambie… pero mis ojos nunca más volvieron a ser nueces, hoy son almendras, y todavía no me gustan ninguna de las dos cosas.
Sobre el autor
[1]Estudiante de Comunicación social.
Me rió de nervios.
Duermo mucho.
Soy adicta al café con leche y mucha azúcar.
Niña de alma.
Abrazadora compulsiva.
Tengo un conejo, veintiún veranos … y ahora un blog[2]
Paula conduce junto a Federico Cavallo el programa “Soltando Amarras” los martes de 8 a 9 por Fm La Barca 88.3
-“¿La mamá o la nena?”, eso le preguntó el doctor a papá. Era un embarazo de riesgo, a cesárea seguro, una decisión… Con lágrimas en los ojos, él le respondió “mi hija”. Hoy mi mamá lee mi autobiografía, mientras la escribo pero papa falleció seis meses más tarde de haber tomado quizá la decisión más difícil de su vida. Así llegué al mundo, después de girar en el útero materno, quizá estaba jugando, me ahorqué con el cordón umbilical. “Inquieta, nerviosa, rebelde, rebuscada y vueltera”. Doce meses, once días y doce horas; eso me separa de mi hermano mayor. No me cuesta admitirlo: es mi ídolo.
Realmente, empecé esta biografía escribiendo lo que consideraba que debía incluir: solo lo más importante. Me cuesta pensar en algo más…
Mi abuela marcó mi vida, ahora me dedico a recordarla. Viví con ella mucho tiempo, hasta que mamá se volvió a casar. Mi vida cambió, me mudé, me cambié de colegio, y de repente y sin esperarlo, llegó una hermana más (sin contar, a mis hermanastros y una sobrina) amada y mimada ella, con once años de diferencia.
A los trece, decidí que quería ser periodista, en realidad fue porque no me interesaba estudiar latín, en caso de hacer la carrera de Letras. En mi pequeño universo, no existía otra Universidad que no fuera la de Buenos Aires, motivo por el cual aun de grande nunca consideré otras opciones.
La literatura me apasiona, la historia también. Siempre que alguien me cuenta algún problema recomiendo un libro como solución. Amo recomendar uno en particular: El principito.
Trabajé tres años en el colegio del cual egresé, por eso casi abandono la facultad de Sociales. Ser docente, eso quería; o eso creía. Noté que muchas “seños” se agotaban rápido y con el tiempo perdían la paciencia, no me gustaba eso. Igualmente, me llevé muchos amigos, pequeños, que me alegraron las mañanas, me contaron historias y fueron ellos los que motivaron que empezara a escribir cuentos. A veces entre esos niños de seis, siete u ocho años, me sentía una más. No creo tener la edad que mi documento delata, tengo mucho menos.
A eso de los dieciocho, me hice un tatuaje, en honor a la relación de mis padres, el que ya no estaba y mi mamá. Ella estaba completamente en contra, pero no sabía qué era lo que me iba a tatuar: “Muchacha ojos de papel”, la canción que él le dedico a ella, cuando se casaron. Llegué a casa y me dijo “A ver… ¿qué te hiciste?”, lloró al verlo; me abrazó y en el oído, como en un suspiro, escuché un “gracias”.
Misionando, conocí muchas provincias; descubrí la pobreza, desnutrición, el hambre, el frío y comprendí que pasaba mis días quejándome, pidiendo más cosas que no necesitaba. Cambié, me cambiaron; aprendí tanto de personas que jamás pensé conocer, me regalaron amor y abrazos, sonrisas.
Mi primer recital fue Pearl jam en La Plata, valió cada centavo, como también cuando los volví a ver tocar en un festival, siempre con mi hermano. Creo firmemente que la mejor música surgió a finales de los años `80 y principios de los `90.
Nunca me internaron, nunca tuve yeso (siempre quise tener uno). Nunca aprendí a andar en bici, nunca tuve un perro (mi madre dice que no puedo cuidar ni a una planta; aun así tengo un conejo). Detesto la acelga. A veces, intento tocar la guitarra. Tengo el don de cocinar ricas pizzas caseras y hacer un gran puré de papas. Teniendo en casa a una mamá chef; es lo mínimo que puedo hacer. Lo primero que compré con mi primer sueldo fue un reproductor de música… me lo robaron a la semana.
Pensé que empezar a escribir mi autobiografía era complicado, ahora entiendo que lo más difícil es ponerle un final. Quizás el principio de mi historia no sea feliz, pero creo firmemente que a lo largo del camino voy a poder ir recogiendo más experiencias, relevantes y no tanto, que contarle a quien le interese.
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