OPINIÓN
Una tarde entre los misterios del Delta
Por Víctor Hugo Ghitta*
La embocadura del río deja entrever el paraje desolado envuelto en la bruma azulada del atardecer. El silencio cruje, casi, tan sólo acentuado por el mecido de las ramas de los sauces y el ladrido muy distante de un perro vagabundo. Cerca de la orilla, poco más allá de los juncos que se apiñan próximo a la escalera de madera de un muelle estropeado, centella la lumbre de una fogata. Hace un momento, cuando el sol todavía pegaba en la nuca, podía escucharse el silbido de algún barco, las risas de los pibes chapoteando en el agua, los estampidos de las chatas areneras y el estrépito gorgoteante de las lanchas colectivas que, con sus súbitas bocinas de estruendo, devolvían a los fatigados paseantes al bullicio de la ciudad. Pero ahora, apaciguados esos ruidos y el insinuante meneo sonoro de la cumbia, la isla recobra sus hondos misterios.
El río ondula mansamente mientras la noche deja caer sus primeras sombras. Dejo los remos a un costado del bote. Quietud y silencio. Tal vez haya sido ése el sentimiento de los primeros hombres: la conmoción de saberse a solas. Todas las grandes preguntas acerca del mundo han sido pronunciadas por un hombre solo, quizá al abrigo de una pequeña hoguera y bajo la bóveda del cielo: la vida y la muerte, el destino, Dios.
Ando en esas meditaciones vanas cuando recuerdo la noticia atroz de esta mañana: una mujer ha muerto en una accidente en el Delta, su hijo está desaparecido. La vida tiene estos absurdos contrastes. Desde siempre, el descuido y la negligencia han segado vidas enteras en el río. Como sucede cada vez que me aventuro en él, me vuelve a la mente el recuerdo de un relato familiar.
Yo tenía unos seis años, o poco más. Habíamos ido a pasar el día, sería domingo. Las imágenes son vagas, las diviso en una bruma parecida a esta que crece ahora en el río anochecido y sigiloso. Uno de mis tíos me coloca dentro de una cámara de auto que hace las veces de salvavidas. Chapoteo durante unos minutos, cegado por el sol y algo asqueado por la idea de pisar el suelo cenagoso del río, de cuyas inmundicias se quejan ruidosamente las mujeres. En un segundo, me suelto sin notarlo y me hundo en el agua borrascosa. En la niebla de ese recuerdo siento que algo me toma del pelo y me devuelve a la superficie. Siento el resplandor de la luz súbita, uno o dos gritos de alivio, la risa de mi tío que intenta calmarme. El recuerdo desapareció pronto de mi vida, pero volvió en la adolescencia cuando, rodeado de amigos, cierta tarde no me atreví a nadar.
Un muchachito ha desaparecido en el río. Algo embriagado por la fatiga y el castigo del sol, me dejo llevar por los caprichos del lenguaje. Digo desaparecido, y me viene a la memoria la casita modesta por cuyo frente volví a pesar hace un momento cuando tomé el arroyo Gambado. En ese rincón vivió Haroldo Conti, un escritor soberbio que retrató la vida en la isla de modo ejemplar en textos como Sudeste. Su libro de cuentos La balada del álamo Carolina le hizo justicia, pero quien quiera adentrarse en su obra puede hacerlo leyendo su novela Alrededor de la jaula (Sergio Renán se basó en ese texto para filmar Crecer de golpe) o los cuentos de Todos los veranos.
Con su prosa reciamente masculina, en Sudeste describe de este modo a uno de sus personajes. “El viento ondulaba la superficie del río, aquel inconstante mar verde en medio del cual se afanaba. Oía el silbido enroscándose en torno suyo, como una serpiente. Y luego las palpitaciones de aquella enorme soledad. Él se movía transportando consigo aquel mundo, dondequiera que fuese. El viento había ajado sus manos y su rostro, de piel tensa y curtida. La lejanía vació sus ojos y la soledad lo tornó abstraído y mustio.”
La casita es ahora museo. Puede entreverse allí al escritor en sus instrumentos de navegación, utensilios de cocina, libros y cuadros. Está la mesa de trabajo sobre la que escribió, nos gusta creer, una parte de su obra.
El regreso es fatigoso en el crepúsculo del río, de pronto ensombrecido por nubes espesas. Lloverá. Los remos baten el agua con fuerza menguante, un vecino que se adentra en la isla saluda desde una chalupa, una pareja baila muy apretadita una cumbia, un muchachito ríe con los dientes y saluda con una mano en alto de la que cuelga su pesca del día, los remos chasquean en el agua, titilan las bombitas de luz en las casas, alguien busca entre sombras a su hijo desaparecido, ahora bajo una lluvia que se mezcla con las lágrimas amargas de desazón y de furia.
Playlist
Mientras escribí este texto escuché: El viaje de la cumbia, Sonora Marta la Reina; La rueda del cumbión, La Delio Valdez; Tambolero, Totó la Momposina.
(*) Periodista. Secretario de Redacción en La Nación, a cargo de Espectáculos, Cultura, Sociedad y Conversaciones. Dirigió los primeros 100 números de Rolling Stone. En Twitter @VictorGhitta
Nota publicada en La Nación